Premio a la singularidad
Un martes cualquiera ·
Las noches peninsulares vuelven a revivir la desazón de hace medio año, con las calles vacías y la vida haciéndose visible solo a través de las ventanas. Pero aquí, con la puesta en valor por fin de nuestra singularidad, escapamos de momento al veto gracias a una mejoría epidemiológica tan positiva como desconcertante. Porque las autoridades aún no han encontrado la fórmula idónea para equilibrar la detención de la pandemia sin comprometer la libertad individual y la prosperidad económica.
Sin embargo, ya sea fruto de la casualidad o de la responsabilidad ciudadana, los canarios nos libramos del toque de queda para alivio de, yo creo, una mayoría. De los hosteleros, seguro. Y de los taxistas, por supuesto. Además de todas esas profesiones que necesitan de la nocturnidad para sobrevivir. También los jóvenes, tanto de edad como de espíritu, anhelamos un poco de diversión tras un extenso parón que nos cogió a contrapié y más sabiendo que hasta la próxima juerga pasarán muchos meses (ojalá la vacuna de Oxford cambie los pronósticos).
Esa relajación de las medidas en el archipiélago contrasta con el drama que vivimos con los inmigrantes y la llegada masiva de pateras. No el nuestro, por supuesto, sino el de los africanos que han de convivir entre ratas a ras de suelo en los muelles. Una calamidad que, inquietantemente, no basta para lograr el compadecimiento de aquellos que prefieren ver los hoteles y las escuelas cerradas antes de que se conviertan en refugios para unas personas cuyo único pecado fue nacer varios kilómetros al sureste de las islas. La verdad es que recordando sus penurias me avergüenzan mis lloros por recuperar la normalidad, aunque más pudor deberían padecer los que prefieren no darles ni una oportunidad.