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A poco tiempo de ser elegido Donald Trump presidente de Estados Unidos, un grupo de psiquíatras y psicólogos de los Estados Unidos emitieron un informe en el que sembraban dudas acerca de su estabilidad emocional y que, por ello, representaba un peligro para la nación y el mundo. Se trata de una de las tantas manifestaciones de descontento que, personajes públicos y entidades, vienen haciendo público ante los despropósitos y «genialidades» con las que, desde que juró el cargo, se viene prodigando el presidente del flequillo azafranado. Por cierto, diferentes sitios web de toda credibilidad, han comprobado que el 69% de sus declaraciones públicas eran falsas o resultaban ser mentiras escandalosas. Nada extraño, también, entre una buena parte de nuestros políticos que suelen mentir más que hablan cuando sus eslóganes falsarios son desmentidos, una y otra vez, por los medios de comunicación y la llamada «maldita hemeroteca». Por eso, «el que esté libe de pecado que tire la primera piedra». Para nada de acuerdo con que a los políticos se les haga ningún tipo de examen psicológico sobre su idoneidad para el cargo. El único dictamen es el de las urnas, a mi entender si es con democracia interna y listas abiertas, mejor.

En tiempos de elecciones los propios se abren paso a codazos para entrar en listas, acceder a una profesión que les viene dada por la sola fidelidad al líder, el enganche que produce una imagen tratada y catapultada por el marketing que suele hacer mella en una ciudadanía carente, por historia y educación, de capacidad crítica a la que la propia clase política parece considerar como poco ilustrada. Da la impresión que tenía razón a aquel político gallego que, en tiempos de elecciones, afirmó aquello de «agáchense que vienen los nuestros» o el viejo refrán de «la cuña del mismo palo es la que más aprieta». Ahora, más que nunca, a la mayoría de los elegidos para, se supone, servir a la cosa pública o para mucho escéptico, «la gloria», les agobia el estrés que supone el ajetreo de campaña o la frustración derivada por haber sido objeto de la purga o desplazamiento a puestos menos airosos por parte su jefe de filas y círculo de sus fieles adeptos. A estos últimos les queda la resignación, volver a su anterior oficio o profesión o, si siguen añorando la «erótica del poder», recobrar la autoestima lastimada, cambiar de «chaqueta» y pedir entrar en las listas de otro partido, más o menos afín a sus inmediatos intereses o grupo elector donde puede haber un promotor del que, en otro tiempo, dijo que era un mafioso. Para tener un juicio recto ante la llamada a depositar el voto, única y pírrica participación de los ciudadanos en el desempeño del ser «político», insuperable concepto de ciudadanía de la «polis» griega, no está mal apuntar algunos datos observados en otras regiones europeas a cuya elección de diputados, muy cuestionados en esta Europa de las finanzas, mercados y la burocracia, están también llamados los ciudadanos de la Unión. En una encuesta realizada, en el año 2018, en países de la Unión Europea, se informa que Finlandia es el país donde la gente se siente más feliz. Entre las causas que se apuntan se encuentran el alto nivel confianza mutua de los ciudadanos entre sí, el acuerdo en pagar los impuestos porque se ven los resultados y en la percepción de honestidad de sus políticos y gobernantes. Hace unos años se conoció que, un alto ejecutivo de un ministerio dimitió de su cargo, o le obligaron a hacerlo, por no poder justificar la cantidad de 3.500 euros. Cualquier comparación con lo que se estila entre gran parte de nuestra clase política, obvio que se me antoja, pura coincidencia. No en vano es el país. Finlandia, donde, por ejemplo, se paga a los alumnos inscritos para realizar un máster y cuando, en emisoras de radio y reportajes televisivos, se pregunta a universitarios españoles residentes en el país de los «cien mil lagos», si piensan volver a España responden que «ni por cuanto». Escuché, en una entrevista de radio, a un profesor universitario de una universidad de Suecia que, en ese país escandinavo, apenas existen tres o cuatro coches oficiales para servicio de políticos y ejecutivos. En nuestra realidad hay políticos, de todos los niveles, que llevan lustros sin saber lo que es el olor a humanidad, ni dar el asiento a una embarazada en cualquier medio de transporte público. No existen asesores. La asesoría la ejercen los propios funcionarios dirigida a las instituciones y políticos de todos los partidos. Aquí son legión, cobran un buen sueldo y suele primar más la fidelidad a quien los nombra que la competencia y el resultado de su gestión en el puesto. Los cargos políticos viven en apartamentos, casas o pisos nada escandalosos que llamen a la indignación ciudadana. Las respectivas familias de convivencia deben pagar la cuota de alquiler o hipoteca que les corresponda. No hay queja, por parte mayoritaria de los ciudadanos, de que se les retenga el 50% de IRPF. Existe la seguridad que se destina a Educación, construcción de nuevos hospitales, el firme de las autopistas o la protección de las clases más desfavorecidas. En la actualidad se da el caso de que, nada menos que un ministro, tiene de profesión soldador. Contrasta con el desproporcionado interés, obsesión, de nuestros políticos por poseer cuantos más títulos, grados universitarios mejor, aunque sean tan fraudulentos como haber obtenido el título sin haber pasado lista en las clases, no justificar los trabajos de fin de ciclo u obtener el grado de un máster por la prestigiosa Universidad Harvard en un mini-curso celebrado en un centro de Aravaca. Y un dato que parece increíble: los maestros de escuela y profesores de centros universitarios cobran casi el doble que cualquier político de un ministerio o centro de poder.

«En tiempos de elecciones los propios se abren paso a codazos

A la hora de evaluar el ideario de formaciones políticas existen informes de politólogos y departamentos de Psicología Social que hablan de que los políticos de corte conservador tienden a entronizar valores como la patria y la familia, los liberales son más acomodaticios, pragmáticos y ponen el acento en lo económico más que en lo social. Ambos son más intransigentes y tienden a elegir a los mejores a costa de marginar a los iguales y son partidarios de una visión vertical de las relaciones de mando. En el polo opuesto están los que, la tradición política llama progresistas, socialdemócratas o socialistas que enfatizan la asistencia social, la tolerancia con otros credos y nacionalidades y muchos se definen a sí mismos como pacifistas, ecologistas y a la hora de elegir a sus cuadros, preconizan relaciones horizontales, (las llamadas Primarias para elegir sus líderes) que les hace no olvidar, del todo, sus tiempos de asambleas universitarias. Según los expertos están en crisis permanente de identidad y muchas de las ideas preconizadas por sus antiguos líderes en posición de privilegio, a buen recaudo de alguna «puerta giratoria» o cargo público garantizado para siempre, provoca la consabida respuesta, quizá a veces injusta, de que «todos son iguales». En todos los casos abunda lo que el recién fallecido, filósofo y pensador, Zigmunt Bauman, llamó el pensamiento líquido, transversal, oportunista. Ante la indignación y desencanto de la ciudadanía, al menos de una parte no adicta, incondicional al fácil aplauso en los mítines, conviene saber que todo gobernante, independiente del sello partidista que le identifica, debe ser alguien capacitado para tomar decisiones, hacer que se cumpla la ley (caiga quien caiga) sin trabas ni subterfugios, intransigentes, beligerantes a toda corrupción. Desde Montesquieu se sabe que aquel al que se entrega el poder tiene tendencia natural a abusar de él. De acuerdo con este principio, ponerse en manos de un grupo de elegidos para dedicarse a la cosa pública cuyas condiciones de vida son mucho más favorables que los de la mayoría de los ciudadanos con los que no suelen compartir intereses, costumbres y tipo de vida, parece poco razonable.

«El deseo de la estima de los demás es una auténtica necesidad de la naturaleza, como el hambre. La principal finalidad del gobierno es regular esta pasión». No lo dijo un trotskista, rojo o radical de izquierdas. Lo dijo uno de los fundadores, presidente que fue de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, reconocido liberal, acérrimo partidario de la economía libre de mercado. Justicia, injusticia, igualdad de oportunidades, lucha contra la pobreza y hasta democracia, son conceptos intercambiables. Como los principios, en el sentido utilizado, ya se sabe, por el genial Groucho Marx. Y es que, a fin de cuentas, una de las razones, que pone «de los nervios», en este tiempo electoral, a los que pretenden dedicarse a la profesión de político es la respuesta que esperan, con ansiedad, de «qué hay de lo mío».

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