Perdona a tu pueblo, Señor
Aula sin muros, por Francisco JAvier Pérez Montes de Oca ·
El sentimiento de culpa anidaba en las almas infantiles cuando las madres despertaban a sus hijos al alba, en los días de Semana santa para asistir al Rosario de la auroraDicen algunos estudiosos que el sentimiento de culpa lo inventaron las religiones del libro. Que griegos, romanos y otros credos del Medio y Extremo Oriente daban rienda suelta a sus deseos y apetencias entre los que se encontraba los deseos de venganza y desear la mujer de su prójimo sin que les remordiera la conciencia ni tener que confesar ningún pecado culposo. Sentimiento de culpa muy presente en las candorosas almas infantiles de antaño cuando las madres despertaban a sus hijos al alba, en los días de Semana santa y tiempo de las Misiones de los 'padritos' y asistían bostezando, con las legañas en los ojos, al Rosario de la aurora. Sin saber apenas el significado de la letra entonaban, una y otra vez, el «perdona a tu pueblo, Señor, no estés eternamente enojado».
El Rosario terminaba como ya sabe y que se ha convertido en un dicho, tantas veces repetido debido a un deambular y canto desafinado, sin orden ni concierto, pero que dejaba en las cándidas almas de los inocentes la huella de haber formado parte en la pasión y muerte del Salvador provocada por los 'impíos' judíos y un pusilánime cónsul de Roma. Por si había olvido, los sacerdotes lo recordaban, uno y otro día, al acercarse al altar y entonar el 'mea culpa' (por mi culpa, por mi grandísima culpa) antes de iniciar el rito de la Santa Misa.
El psicoanálisis como teoría y practica introspectiva lo retomó, no del pecado, sino del mítico Edipo. Pero pueden quedar secuelas de la introyección de una culpa originada en la infancia a través de los que Freud definió como el super-yo: estructura inconsciente de la mente, pero que no es más que la interiorización de normas, leyes y grandes dosis de moralina impuestas.
El pozo de la culpa lo trata el Psicoanálisis buceando en el inconsciente. Pero hay que dejar constancia, para chicos y grandes, que el culpable siempre es responsable de sus actos. Y en el diccionario viene como la obligación moral de reparar una falta. Una pena, remordimiento de conciencia por haber obrado mal. Muy lejos del sentido moral atribuido a la infancia salvo que se crea en un pecado original heredado por la veleidad de la mujer Eva al sucumbir a los encantos de la sibilina serpiente y que ya lo habían aprendido los niños en las clases de Catecismo impartida por los párrocos.
La Semana santa es el tiempo que la Iglesia destina a que los fieles reparen sus pecados con el perdón, el arrepentimiento y la penitencia. Uno de los días, el Viernes Santo y esa tarde que los niños de entonces recuerdan como 'la caída de la losa', al tiempo que el predicador pronunciaba las últimas palabras de Cristo en la cruz: «padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Solo ver el humo o el olor a pólvora de los voladores los libraba del terror de que, de verdad, había llegado el fin un apocalíptico fin del mundo. Hoy, nuevos teólogos y sacerdotes comprometidos con un mensaje evangélico más pedestre, ateos, agnósticos, gentes con profundas dudas (¡hay de aquel que no dude!), entre los que me encuentro, se atreven a decir que una forma de liberar al hombre de sus pecados y la culpa que ello genera consiste en que la Iglesia preste menor atención a lo que de folclore tienen los pasos de la Semana Santa (mezcla de olor a la esperma de velones, devoción y atracción turística) y volver la mirada al cristianismo primitivo: insistir en lo que, según el propio Evangelio, vademecum ético largamente incumplido por unos y por otros a lo largo de la historia, papas, obispos, príncipes de la Iglesia y clérigos incluidos, un hombre justo, revolucionario en ideas y prácticas, Jesús de Nazaret, dijo a sus seguidores la noche antes de su muerte: «ámense los unos a los otros como yo les he amado». Será un mensaje menos punitivo, una ética de transcendencia en el mundo de acá abajo, una apuesta por el respeto a los otros, no robarle sus derechos, que tienen como personas y condenar la impostura, latrocinio de lo público de políticos de cualquier nivel y ciudadanos sin escrúpulo de recursos adquiridos con esfuerzo y contribución que todos han generado. Aunque, en esta ocasión, los festejos han sido suprimidos por la otra 'cruz' mundial de la pandemia, no basta con desfilar revestidos con faldones de color lila y capirotes o de luto cerrado, con peinetas detrás de los tronos o debajo de crespones de los estandartes.
Parafraseando otra sentencia evangélica: «quien tenga oídos para oír que oiga».