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Este mes se han cumplido 46 años de la celebración de las primeras elecciones locales de la democracia, el domingo 3 de abril de 1979, ... y la posterior constitución de las nuevas corporaciones, el sábado 14. Desde la perspectiva que da el tiempo, me pregunto si todo sigue igual que entonces en el ámbito de la política municipal o si, por el contrario, las transformaciones y cambios innegables experimentados en este casi medio siglo también han tenido efecto en uno de los pilares básicos sobre los que descansa nuestro sistema democrático, como son los ayuntamientos.
Por lo general, el régimen político de la dictadura no favorecía la proximidad entre las autoridades locales y la ciudadanía. Era como si los alcaldes y los concejales estuvieran un escalón por encima de sus conciudadanos. De ahí que la ilusión por votar por primera vez a nuestros representantes municipales resultase desbordante.
Tras la muerte de Franco, ya habíamos participado en dos convocatoria electorales preconstitucionales: las elecciones de junio de 1977, primeros comicios libres en España, desde 1936, para elegir a las Cortes Generales, y la ratificación de la Constitución, en diciembre de 1978. Pero las elecciones locales eran otra cosa.
Aquí votábamos para elegir al concejal de nuestro barrio, la persona que queríamos para que nuestro núcleo poblacional estuviera mejor atendido. Elegíamos al encargado de cuidar los jardines y plazas, el alumbrado de nuestras calles. Al que debía preocuparse de que los espacios públicos estuvieran limpios. Al de cultura y deportes. En definitiva, nos convocaban para que designáramos al convecino en quien depositábamos nuestra confianza para mejorar el entorno próximo y el bienestar de todos.
Al propio tiempo, votábamos indirectamente a nuestro alcalde, figura clave en la dirección, planificación y ejecución en los proyectos del presente y futuro del municipio.
La proximidad y cercanía vecinal despierta ilusiones, emociones y pasiones de todo tipo. También políticas, que, sin duda, tienen reflejo en unas elecciones locales. Por lo general se trabaja en la calle, el barrio o el pueblo no para un determinado partido, sino para responsabilizar de la gestión de los asuntos que tienen que ver con nuestro bienestar a personas capaces y competentes en las que confiar.
Las candidaturas a los ayuntamientos en las elecciones de abril del 79 estaban repletas de hombres y mujeres de todas las edades, especialmente jóvenes, bajo un objetivo y denominador común: hacer cosas para mejorar cada uno de nuestros pueblos.
Durante los primeros mandatos resultó habitual encontrarnos con alcaldes y concejales dispuestos a echar una mano en el riego de plantas y jardines, la limpieza y el desarrollo de actividades culturales y deportivas. De manera particular, llamaba la atención esa implicación directa en el desarrollo de los festejos de los pueblos, cuando la carencia de personal requería su presencia, colaboración y ayuda.
En la misma línea, dado los escasos recursos de que disponían los ayuntamientos, muchas obras de mejora de infraestructuras o equipamientos municipales se llevaban a cabo, durante sábados y domingos, con la contribución desinteresada de los propios vecinos. En esa tesitura, la implicación directa de los políticos del pueblo se convertía en una obligación.
Pasado el tiempo, cabe preguntarse si la política local ha acabado por profesionalizarse, alejándose del contacto con la calle. Sin duda alguna, las cosas han cambiado mucho en todos los ámbitos de nuestra sociedad, teniendo en cuenta que, por entonces, el 90 por ciento de las viviendas de autoconstrucción se levantaba con la ayuda de los vecinos, durante los fines de semana.
Es evidente que vivimos otros tiempos, pero la cercanía y proximidad de alcaldes y concejales con la gente, con otros métodos y compromisos, sigue resultando insustituible.
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