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El mayor patrimonio de Canarias es la memoria de sus habitantes. Su valor, más que por lo que añora, está en las semillas que contiene.
Desde el miércoles pasado está abierto el plazo de enmiendas de la Ley del Patrimonio Cultural de Canarias, al que tanto hay que enmendar. Del interés del debate dan cuenta las inexistentes crónicas del hecho en Gran Canaria, y apenas algunos apuntes colaterales en la prensa tinerfeña. Las puntuales observaciones de algún que otro colectivo y el siempre saludable afán de los voluntarios no evitan la impresión de que se trata de un asunto más en la oficina de sus señorías.
El compendio de asuntos a proteger sobrepasa con mucho a lo efectivamente protegido. No basta con leyes, como se ha podido comprobar en los últimos 20 años. Lo abandonado sigue abandonado, y se rescata lo que se puede. La historia de Canarias acumula contenidos no escritos, del que apenas se reúnen certezas gracias al tímido avance de la ciencia. Los avances en la comprensión de los dos milenios anteriores a la conquista llegan de la mano de una generación de arqueólogos capaces de alumbrar los secretos de Risco Caído o de la Fortaleza de Ansite, pero el Museo Canario aún no encuentra acomodo en los retos del siglo XXI. Incómodo malvive en una Vegueta que aún no ha resuelto en sus piedras el impacto del turismo. Los contenidos canarios en la escuela son marginales.
Avisan los críticos de que la nueva ley abre la mano a la privatización de la cultura, mientras se quedan sin mejor protección lo rituales de Tindaya, por ejemplo. La memoria oral está de despedida. Sin su legado, se pueden dictar leyes, guardar tesoros. Tal vez sea más fácil hacer negocios, pero será más difícil comprender el significado de las cosas. Más cultos, pero más idiotas.
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