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La muerte voluntaria como testimonio de libertad personal
Voces, palabras

La muerte voluntaria como testimonio de libertad personal

Nicolás Guerra Aguiar

Las Palmas de Gran Canaria

Viernes, 24 de mayo 2024, 23:13

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Vaya por delante, estimado lector, mi máximo respeto a quienes, desde sus convicciones éticas, religiosas, intelectuales o anímicas rechazan la aplicación de la eutanasia ('Intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura') y, por contra, se someten a intensos cuidados y tratamientos médicos -incluida a veces la sedación química- hasta que su corazón deje de latir.

Pero no olvidemos un planteamiento fundamental, básico y sustancial sobre el tema: la eutanasia (Decreto de la Consejería de Sanidad del Gobierno de Canarias 13 / 2006 de 8 de febrero) es un derecho adquirido por los ciudadanos, no una imposición. Así, no se trata de aplicar obligatorios tratamientos a la manera espartana -antecedente del nazismo alemán- cuando un niño nacía débil o enfermo e iba a resultar inútil para las guerras. Por tanto, tampoco exige eliminar la vida del ser sufriente por decreto ley, imperativo gubernamental o imposición oficial cuando se encuentre, por ejemplo, en situación de estado vegetativo crónico, demencia, enfermedad o gravedad comparable a las anteriores.

No, en absoluto: no puede adelantarse la muerte si previamente -así reza mi documento notarial también registrado en Sanidad- no ha sido solicitada por quien tiene, a juicio del funcionario público que da fe, «la capacidad legal suficiente para formalizar la escritura». Es decir, el propio sujeto hoy en estado vegetativo (por ejemplo) y ayer, previa identificación ante notario, en posesión de todas sus facultades. (Y sé lo que digo, estimado lector, tal como habrá usted concluido.)

Una tarde del año 2000 el poeta (dramaturgo y filósofo) Pedro Lezcano Montalvo leía en su casa de Santa Brígida el borrador de un inmediato libro mío que editaría el Centro de la Cultura Popular Canaria: en él Pedro y Salvador Sagaseta comparten el protagonismo frente a un consejo de guerra en el castillo de Mata. De repente hizo un aparte, movió su ordenador, imprimió un par de folios y me los entregó. Antes de leerlos me invitó a una promesa: no los haría públicos hasta después de su fallecimiento. Obviamente, la cumplí. Se trataba del poema 'Crónica de mi muerte', es decir, narración en verso de tal acontecimiento con linealidad temporal.

A lo largo y ancho de los últimos sesenta días de este 2024 recordé la composición al completo y, como centro, tres versos correspondientes a una específica etapa de su biografía, la final: «Hoy con mi nueva hija -a quien detesto y amo al / mismo tiempo- / cogidos de la mano regresamos a casa. (Esa «nueva hija» lo había sorprendido un día cuando fue capaz de decir su primera palabra, «las dos sílabas tristes / de mi nombre».)

Es decir, la simbólica criatura (Ella), naturalmente desdentada durante muchos años atrás (infancia de Pedro, juventud, primera madurez...) empezó a serle cada vez más conocida, más repetida, incluso hasta más allegada. Entonces Pedro llegó a sentir que Ella, a pesar de las diferencias temporales, estaba empezando a amarlo… aunque no lo haría suyo inmediatamente: debía esperar con paciencia y siempre ojo avizor a que Pedro envejeciera.

Fue entonces cuando el poeta comenzó a convertir en sentida realidad la primera estrofa de otro poema escrito cuarenta y tantos años atrás, etapa de pensamiento filosófico: «Yo declaro mi amor a lo que muere. / Siendo fugaz, no puedo amar lo eterno. / Amar lo eterno sólo es despedirse, / desesperadamente pasajero». Ahora lo entendía: a pesar de que en 1956 andaba en los 36 años, ya desde tan juvenil edad había empezado a relacionarla a Ella con su propia vida. Pero no como algo inmediato, para mañana mismo, no. Era, simplemente, una embellecedora figura poética (personificación) y, además, un tema -el de la muerte- presente en el ser humano desde milenios anteriores y llevado muchas veces a la literatura en bellísimas composiciones.

Ya tal recurso de 1956 dejó de ser elemento puramente literario para convertirse en algo real, casi cotidiano. Más: desde el 2000 tomó cuerpo en la figura de una niña ya madurada, una criatura capaz de experimentar sensaciones y con capacidad para tutear al poeta a los ochenta años de su existencia… Así, si él había amado «a lo que muere», Ella sintió de la misma manera, ahora como realidad inmediata.

(Otro poeta canario, Domingo Rivero -muere en 1929-, había escrito un hermoso soneto del cual rescato la primera estrofa: «¿Por qué no te he de amar, cuerpo en que vivo?; / ¿por qué con humildad no he de quererte, / si en ti fui niño, y joven, y en ti arribo, / viejo, a las tristes playas de la muerte?» ¿Había leído Pedro Lezcano a Domingo Rivero? Las aparentes concomitancias así lo apuntan.)

Pues bien. Hace unos meses Ella dejó de ser símbolo poético para un ya jubilado profesor de instituto. Lejos quedaban como teóricos ejemplos aularios la roja rosa de Garcilaso ('pasión amorosa') marchitada por «el viento helado» ('la muerte') o «... la postrera / sombra que me llevare el blanco día» quevediana. Tras una colonoscopia, y así de repente, Ella también se convirtió en una realidad acaso inmediata que podría 'invitarlo' a la dança de la muerte, tan del gusto de la Edad Media como instrumento de control sobre las masas analfabetas. Por suerte, ahora sigue las rigurosas indicaciones médicas casi con la seguridad de una pronta recuperación.

Sin embargo, antes de la cirugía el pensamiento del exdocente actuó con rapidez, equilibrio, sosiego y agilidad, a fin de cuentas no se trataba -por ejemplo- de una hernia inguinal con sus riesgos, claro, pero menos peligrosa. Pero sí tuvo en cuenta la posibilidad de que la posterior biopsia o la misma intervención quirúrgica descubrieran las desestabilizadoras consecuencias de una palabra maldita: metástasis. Es decir, propagación del foco canceroso.

Él lo tenía claro: vivir no es solo estar en el mundo, respirar... Hay vida, decía, si nos realizamos plenamente en elementos externos a ella (querer y ser querido; amar y ser amado; hablar con los otros; bisbisear con la mar insular norteña, la gran amiga de sus sueños; pensar para realmente existir; recrear en infinitos tiempos a Lorca- «En el aire conmovido / mueve la luna sus brazos / y enseña, lúbrica y pura, / sus senos de duro estaño»-; mantener el ayer con 'Yesterday' en las gargantas de The Beatles; guardar sepulcral silencio ante beethovianos conciertos para piano; caminar por el Macondo garcíamarquezano a pesar del pelotón de fusilamiento frente al coronel Aureliano Buendía...)

Estamos, insistía, incluso hasta para sentimos incómodos en el trato con los demás (Sartre). Pero -y es lo importante- porque así lo hemos querido o lo hemos considerado pertinente. Por contra, si la vida se reduce a un sentimiento de solo estar físicamente en ella (estado vegetativo), él sobra... Los sentimientos de soledad y de aislamiento físico-mental que pueden condicionar al ser humano son, desde una perspectiva particular, más que suficientes para justificar su libre y personalizada decisión de no seguir viviendo.

No quería para sí el grado de dependencia absoluta, la interminable tragedia de marchitar la existencia diaria de los suyos... con todos sus respetos a quienes desde sus conciencias o creencias consideran lo contrario. No obstante, es su derecho, el natural ejercicio de su libertad. Y por él está dispuesto a todo. A fin de cuentas, ¿qué somos sin ella?

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