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El pasado fin de semana presencié como un goteo incesante de jóvenes, ávidos de fiesta tras más de año y medio sin una marcha en condiciones, entraban en uno de las discotecas de moda de Las Palmas de Gran Canaria sin mascarilla. Ya había escuchado que dentro la cosa era como antes. Cero protección, todos pegados y nada de cubrebocas molestosos. Entendía que tener una copa en la mano les habilitaba y servía de excusa para tal libertad, pero me sorprendió que ni siquiera se aparentara un poco de precaución durante el acceso.

Solo sorpresa, nada de indignación. En Madrid el despiporre llegó mucho antes, y en buena parte de Europa se ha recuperado la normalidad. O al menos se está muy cerca de hacerlo. Lo que me chirría de esto es que en los gimnasios, por ejemplo, la mascara siga siendo obligatoria aún cuando hay mucho menos contacto y los efectos negativos de portarla en medio de una actividad física de alta intensidad están más que demostrados.

¿Cuál es la vara de medir? ¿Dónde está la lógica? Igual compensar al ocio nocturno por las cuantiosas pérdidas, uno de los sectores más afectados. Pero esto no justifica tanta incoherencia. Ahora que los contagios vuelven a subir, se verá la efectividad de las vacunas ante una nueva ola. Porque llegará un momento en el que los nuevos casos dejen de ser noticia, la normalidad sea plena -y similar para todos-, y las decisiones se tomen exclusivamente por el número de pacientes en la UCI y los fallecidos. Pero hasta entonces, al menos, algo de lógica. Que la gente entienda por qué ha de seguir las normas sanitarias y estas nos se conviertan en carne de meme por incongruentes.

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