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Teresa Peramato, fiscal de Violencia sobre la Mujer, decía esta semana en una entrevista publicada por este periódico que no nos fiáramos de los maltratadores. «No pacten con ellos», advertía. La jurista hacía referencia a los pactos «de mutuo acuerdo» a los que es habitual llegar en una situación de divorcio o separación y que permiten a los agresores ver a sus hijos. La mujer, dice Peramato, está en una «situación de desventaja».
Hasta que la sociedad no entienda que un maltratador nunca es un buen padre, como se ha cansado de repetir la magistrada canaria Auxiliadora Díaz, estaremos poniendo el foco en el lugar equivocado.
Un maltratador, y por similitud cualquier persona que ejerza violencia injustificable sobre otra, cosifica a las víctimas, no ve a personas, como hacen los dirigentes de Israel, y quienes los apoyan, con el pueblo palestino; como han hecho los terroristas del ataque en Moscú que ha dejado decenas de víctimas mortales o como Rusia y Ucrania, que mandan a su carne de cañón a hacer lo mismo frente al otro. Y así tantos y tantos conflictos por todo el mundo.
La cosificación del diferente es ya violencia, y es lo que suele pasar con más frecuencia de la que cabría esperar en las salas de justicia.
Y contra sentido, buena parte de la sociedad se pone del lado del maltratador porque, salvo ese «pequeño error» de pegar o matar a su pareja, de haber violado a una mujer o maltratarla psicológica o económicamente, era una persona «excelente». Ahí está Dani Alves reuniendo un millón de euros porque un tribunal ha mirado su bola de cristal en la que lee el futuro y dice que como no lo va a hacer más, lo puede dejar en libertad.
Con un maltratador no se pacta. Y ya se está tardando en convertirlo en ley.
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