«Gobierno ilegítimo»
La humanidad necesita tiempo para comprender el verdadero alcance de ciertos fenómenos. Nuestro cerebro funciona así: requiere distancia, pausa y maduración. Nada podemos hacer contra ... esa limitación de fábrica, salvo ser conscientes de ella.
Lo mismo ha ocurrido con las redes sociales. Durante años, nos deslumbraron sus posibilidades: la democratización de la comunicación, la capacidad de conectar con personas en cualquier parte del mundo, la oportunidad de escapar de la soledad no deseada. Con tiempo, sin embargo, calibramos sus efectos adversos y uno de los más dañino es la progresiva simplificación del discurso público. Un empobrecimiento del lenguaje y del pensamiento que termina afectando a la vida democrática.
La lógica de las plataformas premia lo breve, lo emocional, lo viral. En ese entorno, las ideas complejas, los matices y el razonamiento ceden terreno ante el eslogan fácil, la consigna vacía y, sobre todo, la mentira que engancha porque moviliza.
Basta con observar cómo ha calado el uso de etiquetas como «Gobierno ilegítimo» o «libertad secuestrada». No requieren pruebas ni argumentos, solo repetición. Su potencia reside en la emocionalidad y en la velocidad con la que se propagan. Frente a eso, la explicación de hechos, o el funcionamiento de una democracia representativa resultan áridos, lentos, incómodos.
Y así, buena parte de la ciudadanía opta por no esforzarse. Prefiere que el líder de turno emita un mensaje directo, simple, digerible, optimizado para su difusión digital. Un eslogan de SEO político low-cost. Se miente, sí. Pero algo queda. Y lo que queda es la desconfianza en las instituciones, en los medios y en la propia idea de verdad. Defender la democracia exige hoy leer más allá del titular, escuchar más allá del grito, pensar más allá del tuit. Pero quizás para esto tampoco estemos preparados.
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