En la 'fangopolítica'
Si se acepta la distinción entre «la política», entendida como el pensamiento a propósito de la forma de autogobernarnos, y «lo ... político», como la arena en que se materializan esas ideas, se podrá concluir con que la primera ha desaparecido del mapa y la segunda ha quedado desconectada para siempre y funciona con plena, y diabólica, autonomía.
Las cuestiones sustancialmente políticas, es decir, las de cómo hacer efectivas las ideas de libertad, igualdad, justicia y pluralismo, se circunscriben hoy, si acaso, a las aulas de las universidades. Allí se sigue estudiando lo que dijo Tocqueville, lo que le respondió Stuart Mill, lo que pensaba Hannah Arendt, lo que soñaba Marx y lo que le critica Nancy Fraser. Lo que escribieron esos muchos y esas muchas conforman lo que llamamos «pensamiento político». Ese pensamiento es hoy, para el político de la arena diaria, como el latín y el griego: dos lenguas muertas que se estudian, si acaso, para conocer el pasado. Herramientas que, a la hora de la verdad, carecen de finalidad práctica inmediata, porque no hay hoy quien las hable y, mucho menos, quien las entienda.
Sacar hoy a colación en la arena política la cuestión de la libertad, más allá de la acepción cutre de libertad para tomar cervezas, de la igualdad, de la justicia y del pluralismo, es una pérdida de tiempo que encuentra poco o ningún eco. La clase política sabe que, donde haya la promesa de una fiesta, de unos carnavales que duren el doble, de que no van a venir más negros y de que van a bajar los impuestos hasta el infinito, la obra de Marx, en su conjunto, se puede ir al carajo.
Nos hemos instalado en esta 'fangopolítica', este rifirrafe diario por la cuestión más absurda que quepa imaginar, siempre que se pueda sacar de ella un titular o que dé para debatir, durante horas, en unos de esos programas de 'prime-time'. Cabe, obviamente, buscar culpables de todo esto, y a donde primero hay que mirar es a esta representación política que nos ha tocado sufrir durante décadas. Su nivel es el que salta a la vista, sin más trampas ni cartón.
Y también hay otra responsabilidad, la de los y las periodistas, que nos hemos consagrado en cuerpo y alma para convertir esto en el Corral de la Pacheca, compitiendo en rapidez y habilidad para transmitir la estupidez más insignificante de esa clase política.
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