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Es indispensable tener presente de dónde venimos y no olvidar que estamos aquí gracias a la infinita generosidad de los que vinieron antes. Levantaron edificios, plantaron esos árboles que vemos hoy, defendieron estas tierras perpetuando una herencia por amor, por el inabarcable sueño de poder contemplar desde un atardecer todo el sendero recorrido. Generaciones que apostaron por formar personas que no sólo sonrían al futuro, sino que tengan la humildad suficiente para acercarse a la biblioteca familiar y emocionarse ante sus mensajes y relatos. Los hijos se convierten en recuerdos vivificados, el milagro del pasado perpetuándose en el futuro.
Tras un acontecimiento que marcó mi vida, me propuse como un reto personal, no arrepentirme nunca de lo que no hice o lo que no dije. Hay que recitarle a la gente que te importa, a las personas que te marcan, que son fundamentales para ti. Escribo pues estas líneas para agradecer a mi madre y ¿por qué no? a todas las madres la mágica posición que ostentan en el origen y centro de todo. El primer nombre que pronunciamos y el último en el que nos refugiamos antes de abandonar este mundo: la madre. «El primer y el último nombre» como sentenciaba a finales del siglo XIX Edmundo De Amicis en su novela 'Corazón: diario de un niño'.
Cuando era pequeño la madre de un compañero de clase falleció de forma inesperada. La noticia me impresionó como no podía ser de otra manera, a esa edad yo no era capaz de concebir la vida sin una madre. Mi madre estaba presente en todas las facetas de mi vida y en la de mis hermanos tanto en casa como fuera de ella. Dirigía las horas de las comidas, las de levantarse, las de estudiar, las de descansar. Nos regañaba cuando nos peleábamos, nos cuidaba cuando estábamos enfermos, nos obligaba a recoger lo que usábamos, nos castigaba cuando hacíamos trastadas, nos consolaba cuando llorábamos, nos besaba, nos reñía, nos abrazaba… la lista es muy larga. Se ocupaba de todo, poniéndonos siempre por delante de ella con una sabia combinación de firmeza y dulzura.
Es difícil de expresar el aluvión de sentimientos que entraña la relación de una madre y sus hijos. El vínculo poderoso y ancestral que existe entre nosotros y quien nos trajo al mundo. La potencia de la naturaleza que desnuda el amor incondicional de las madres hacia sus hijos. Su entrega es para toda la vida; sus enseñanzas son vitales y tienen tanto impacto en nuestro desarrollo como personas que, de manera directa e indirecta, nos acompañan para siempre. Sus enseñanzas brillan a través de sus ojos, unos ojos que nos han ofrecido el privilegio de ver cada día el reflejo de las batallas de la vida.
La maternidad, como casi todas las historias de amor, está llena de renuncias y de sacrificios. Sé de multitud de mujeres, madres, que han tenido que lidiar con el papel que la sociedad les ha endosado. La carrera profesional tan brillante y esforzada como la de ellos pero llevando un papel protagonista, casi exclusivo, en la crianza de los hijos. Madres que cuando se levantan por la noche del sofá, dan las buenas noches, balbucean entre bostezos lo cansadísimas que están pero antes de irse a la cama… firman el permiso para la visita de la clase de colegio al teatro, preparan la mochila de natación, sacan la carne del congelador para hacer la cena del día siguiente, apartan el dinero para pagar la excursión del más pequeño, escriben la lista de la compra confiando en que les dé tiempo a hacerla mientras sus retoños nadan, bailan o estudian la lengua de Shakespeare. Cuando por fin se acuestan, el resto de la casa hace ya rato que duerme.
Si hay una imagen que desde niño conquistó mi retina, es la heroica visión de Genoveva de Brabante luchando en una cueva contra un enorme oso para defender la vida de su bebé. Una lucha tan desigual sólo puede llevarse a cabo por el inconmensurable amor que profesa una madre. Todo elogio, acto, regalo u homenaje que le demos a nuestra madre nunca será suficiente para devolver y pagar todo el infinito y puro amor de ellas; pues, siempre están en todo, velando por nuestra seguridad. Ellas saben a unos abrazos inconmensurables que siempre han sabido sellar con suavidad desvelos y preocupaciones. El amor maternal ya no consiste en pelear con un oso para proteger a tu bebé, pero sigue siendo igual de incondicional.
Los sacrificios que las madres hacen por sus hijos son incontables. Todos conocemos circunstancias en las que una madre hace malabarismos para poder ofrecer a sus vástagos oportunidades de prosperar, que a lo mejor ellas no tuvieron. Tengo una amiga que lleva años privándose de casi todo para que sus hijos puedan estudiar fuera de casa, resignada pero contenta. Después de más de tres años de esa esforzada renuncia resulta que uno de ellos regresa con el proyecto inacabado porque se perdió en el camino que había elegido. Mi amiga se traga el sufrimiento y tras digerir la calamidad vuelve a resurgir incansable en su amor incondicional, que es precisamente eso, un amor que no está sujeto a ninguna condición. Como dijo Maksim Gorki «No conozco personaje más limpio que una madre, ni corazón con más capacidad de amar que el corazón de una madre».
Varios años después de la experiencia del fallecimiento de la madre de mi compañero de clase a la que me refería al principio de estas líneas, el destino decidió que mi hijo se viera en la misma situación que mi compañero. Afrontar la vida sin tu madre a una edad tan temprana es como un abismo tenebroso que se abre justo delante de donde se apoyan tus pies. En medio de esa pegajosa oscuridad mi madre volvió a obrar el milagro haciendo lo mismo que había hecho con sus hijos. Entre besos y gritos estuvo allí para su nieto obligándole a cepillarse los dientes, a recoger su cama al levantarse y a quitar los codos de la mesa cuando comía. Le peinaba, le daba de merendar a la vuelta del colegio, le arropaba por las noches… se convirtió en su madre, tapando la desgracia con un velo de inmenso amor. Por eso y por muchas otras cosas que hizo por nosotros no tengo palabras que expresen mi más sincero agradecimiento. Su inagotable generosidad destaca frente a este minúsculo reconocimiento.
Una madre siente cuando las cosas van bien y cuando no van tan bien, no necesita palabras para saberlo ya que la intuición es su guía. Su amor es maravilloso y grande, darían la vida por sus hijos, preferirían enfermar y morir antes que ellos. Jalonan nuestras existencias con maravillosos momentos de ternura, de risas, de felicidad, de amor, de enfado y sobre todo de aprendizaje en el camino de la vida. Es el amor por los hijos el que transforma nuestra manera de querer, desde que nacen. Crece con ellos y te cambia para siempre.
Aunque mi historia personal no les diga nada seguro que tienen en su haber situaciones propias en las que sus madres jugaron un papel fundamental. No caigamos el error de dar por supuesto que conocen sus sentimientos al respecto. Atrévanse a decirles lo importantes que son para ustedes. Demos pues, las gracias a todas las madres por tanto que dan a cambio de nada.
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