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Lo que pasa por algo

Viernes, 17 de julio 2020, 03:36

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Lo decían los mayores siempre que nos agobiábamos con quince años:

todo pasa por algo. Nosotros no entendíamos porque creíamos, como casi

todos los adolescentes, que el mundo tenía que ser como queríamos

nosotros, y además apenas teníamos perspectivas para entender que casi

todo se repite cíclicamente y que lo lógico es que un día estés arriba

y otro abajo, como en aquella canción de David Bowie que hablaba de

los días in y los días out. Claro que todo esto lo compruebas con los

años, y ahora somos nosotros los mayores y los que repetimos a los

adolescentes las mismas palabras, pero no les digan a ellos que

realmente nosotros, con todo esto que está pasando en las últimas

semanas, hemos regresado a una especie de adolescencia desnortada. No

sabemos en qué acabará todo este caos que estamos viviendo ni cómo

diablos vamos a levantar el escenario de la vida cotidiana dentro de

unos meses. De momento solo nos queda seguir remando hasta que esta

tempestad nos deje ver alguna isla más o menos habitable en el

horizonte.

Sí es cierto que el paso de los años nos ayuda a relativizar y a

buscar el perfil menos malo de los días que vamos transitando, todo

ese humanismo que ha aparecido de repente, los comportamientos

solidarios o la propia introspección que deriva inevitablemente del

encierro. También tenemos tiempo de regresar a los libros que fuimos

demorando o a aquellos que requerían muchos días de concentración y

silencio. Uno de esos libros es Fiesta bajo las bombas. Los años

ingleses, de Elias Canetti. La obra de Canetti requiere siempre un

largo viaje hacia nuestros adentros, por la propia profundidad de sus

argumentos, por las cuestiones que plantea y por ese fondo abisal y

sorprendente que se esconde en los libros que realmente merecen la

pena. De sus años ingleses cuenta Canetti muchas anécdotas, vivencias,

lecturas y fiestas, pero, sobre todo, aparecen vivencias con muchos

referentes culturales del pasado siglo.

Uno de esos encuentros habituales en la capital británica que aparecen

en el libro es Oskar Kokoschka, y de lo mucho que se cuenta de esa

confluencia de genios me quedo con la culpa y la pena permanente del

pintor por creerse culpable de la Segunda Guerra Mundial y de los

millones de muertos que quedaron tras aquella locura colectiva.

Kokoschka recordaba que Adolf Hitler se había presentado a la misma

beca a la que optaba él en la Academia de Bellas Artes de Viena. Lo

eligieron a él, y tras esa elección Hitler fue alejándose del arte,

fundó el Partido Nacional Socialista y empezó toda la deriva que

terminó en la Segunda Guerra Mundial y en los horrores de los campos

de concentración. El pintor austriaco decía que si él no se hubiera

presentado a aquella beca la historia de la humanidad podría haber

sido totalmente distinta. Todo eso lo supo muchos años después, y a

él, claro, no le consolaba el todo pasa por algo de nuestras abuelas,

pero sí que pasa por algo, incluso en las peores circunstancias.

Dentro de cinco mil años, cuando nuestro tiempo esté recogido en

apenas dos renglones en los manuales de historia, quedará la belleza

de sus cuadros. Si él no hubiera sido el elegido en Viena a lo mejor

nunca los podríamos haber contemplado, y un cuadro bello de Kokoschka

puede servir para explicar nuestra existencia a quienes vengan mucho

más tarde y no entiendan todo este galimatías de seres humanos que no

logran ponerse de acuerdo ni siquiera en las peores circunstancias.

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