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Las ciudades, como organismo vivo que son, conformadas por personas con sus vidas, sus tiempos, sus sueños, esperanzas dificultades y aciertos, aparecen, se desarrollan, se ... estabilizan durante un tiempo, se transforman y, en muchas ocasiones, mueren, como ha ocurrido con muchas a través de los siglos. Las Palmas de Gran Canaria es una ciudad, joven aún, que tiene la suerte de conocer el momento que se considera su punto de arranque vital, nace, se desarrolla y afronta importantes transformaciones en momentos de terminados de su historia de 546 años.
Momentos de su historia que casi se pueden tener como auténticas refundaciones, pues la urbe, sin perder su identidad, su carácter, el ser y sentir de sus gentes, se transforma de tal forma, tanto en sus condiciones y en su aspecto urbano, como en el comportamiento y las formas de vida de quienes la habitan, que se podría hablar de auténticas «refundaciones». Puede ser el caso de la construcción del Puerto de La luz en las últimas décadas del siglo XIX, y la aparición no sólo del gran distrito urbano que lo rodea, que abre las puertas a la ciudad moderna y cosmopolita del siglo XX, sino de una trasiego vital y social muy diferente a lo que ha sido la realidad de la capital grancanaria durante siglos.
Aunque en el caso del Puerto también se puede añadir que, en cierto modo, retoma una aspiración que ya sedaba en el siglo XVI, como se muestra en la 'Licencia para que se pueda poblar el puerto de Las Isletas', que da en Granada el 19 de octubre de 1526 el rey Carlos I, en la que se da «facultad que cualquier persona que quisiese vivir en el dicho puerto pudiese vender todos los mantenimientos que quisiesen a los extranjeros y a todas las personas que se los comprasen…», y añade «…y los marineros y extranjeros hallarían los mantenimientos baratos y se podrían dar solares a los que en el dicho puerto quisiesen venir a vivir…». Y también puede ser el momento en que, a mitad del siglo XX, aparece y comienza a expandirse, tras la fusión del municipio de San Lorenzo con el capitalino, la denominada «Ciudad Alta», germen de una nueva transformación que, en cierto modo, vuelve a refundar la ciudad de cara al siglo y los tiempos actuales.
Pero hay también otros momentos y episodios que condicionan en mucho el camino de la ciudad en su devenir histórico. Y este es el caso de lo que aconteció hace 425 años, entre los días 26 de junio y 12 de julio, con el ataque de la poderosa escuadra holandesa, bajo el mando del almirante Pieter Van der Does, que tomó la ciudad y se asentó en ella por unos días, aunque luego, tras la denominada «Gesta de El Batán», en las estribaciones del entonces Monte Lentiscal -hoy es una mera urbanización a la que cada vez se le restan más y más árboles-, debió abandonar la isla, no sin antes llevarse todo lo que pudo e incendiar los principales edificios capitalinos, en lo que fue, como señaló Cairasco de Figueroa, una verdadera «victoria vencida», pero que afectó en muy diversos ámbitos al acontecer de la ciudad en los dos siglos subsiguientes.
Tras 546 años de historia la huella de ese acaecer se puede apreciar en la propia geografía urbana, en la distribución de su centro histórico, integrado por Vegueta, que inicialmente fue la ciudad -la denominada en ocasiones «Ciudad de Canarias»-, por el barrio de Triana, que inicialmente fue el extrarradio al otro lado del riachuelo del Guiniguada -por eso ese topónimo traspasado desde Sevilla, con una geografía urbana similar-, y los tradicionales «Riscos», montañas inicialmente conocidas como «Loma de Santo Domingo» o «Loma de San Francisco», y que luego, tras la aparición de sus ermitas, pasaron a ser «San José», «San Juan», «San Roque» y «San Nicolás», pero sin olvidarnos del «Puerto de Las Isletas», con fu «fortaleza» y su «Ermita de La Luz», lugar donde se inició aquella mañana fundacional, con la misa celebrada por el deán Juan Bermúdez al amanecer y la proclama de Juan Rejón. O la ermita que allá por el siglo XIV, en el entorno de la actual avenida Mesa y López, levantaron para Santa Catalina los marinos mallorquines, y que se convirtió en uno de los topónimos más característicos de la ciudad junto con Vegueta, Triana, Los Arenales o Ciudad Jardín.
Pero esa huella también se puede percibir en una serie de objetos, banderas, escudos, cuadros, esculturas, documentos y libros, objetos artísticos y de orfebrería, que nos acercan no sólo a la imagen y la realidad de la ciudad, en muy determinados momentos de su historia, sino al mismo ser y sentir de sus ciudadanos, como también puede ocurrir con los sonidos y los aromas característicos de la ciudad, y ellos son, entre otros, las bocinas de los buques que entran y salen del puerto, el tañido de las viejas campanas vegueteras, a los que Camilo Saint-Saëns añadió una maravillosa pieza musical titulada 'Campanas de Las Palmas', el olor de la marea baja en los roquedales costeros, el aroma de la pinocha o los pétalos de flores en las mañanas de Corpus, como bien lo recordaba desde Madrid el escritor Claudio de la Torre. Todo ello es verdadero ser y sentir de Las Palmas de Gran Canaria, algo a lo que debemos aproximarnos con intensidad en los próximos días conmemorativos de las Fiestas Fundacionales de la ciudad, en su 546 cumpleaños.
Una ciudad atlántica y cosmopolita que el poeta Tomás Morales, que la ensalzó como «Fundación primitiva del genio aventurero» que «brilló en pasados tiempos con propios esplendores», reconoció que «me causa un respeto imponente»; y ese respeto, ese profundo respeto a nuestra ciudad y a nuestros conciudadanos, debe llevarnos, en estos días de conmemoraciones fundacionales, a acércanos mucho más a su historia, a las realidades de las generaciones que nos precedieron en ella, a su idiosincrasia y a los más delicados detalles de su personalidad, pues sólo se pude amar profundamente lo que se conoce de verdad. Y en ello resonarán de nuevo los versos de Cairasco de Figueroa: «La noble y gran ciudad aquí fundada/ será después por el común decreto/ el Real de Las Palmas titulada,/ que nace de altas causas alto efecto».
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