El cólera, 1851, un hito ineludible
A muchos, de niño, nos llegaron historias, leyendas, expresiones fraguadas en la memoria, de aquella tragedia, que se llevó a casi el 10% de la población de esta isla
La memoria de epidemias y hambrunas, que diezmaron a la población de forma significativa, o que afectaron cruelmente la economía y los medios de vida ... de los insulares, siempre estuvo muy presente entre la población grancanaria, desde que la peste, según testimonios documentales, hizo su primera aparición en Gran Canaria en el año 1512, cuando aún la Villa del Real de Las Palmas apenas despegaba en su urbanismo y en su demografía.
Siglo tras siglo, quizá sin tener un conocimiento preciso de fechas y cifras, en el seno de las familias, en la memoria personal de sus habitantes, siempre se transmitió, de una u otra forma, el temor a la arribada de una nueva epidemia (entre las que también se contaban las hambrunas y las plagas de langosta), pues a ellas se asociaban muchas desgracias y determinadas leyendas dramáticas y luctuosas. El concepto de la muerte, la memoria de los finados, se asoció definitivamente al de las epidemias en Gran Canaria.
Ahora, en estos días previos al comienzo de las fiestas fundacionales, unas celebraciones que precisamente llegan cada año, desde 1978, como celebración de la memoria de una ciudad, como oportunidad de acercamiento a muchos de sus hitos y capítulos históricos más relevantes y decisivos, el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, en las alas del Castillo de Mata, ofrece una exposición muy didáctica y bien adobada de objetos y documentos de la época, que retoma lo que fue y lo que significó la epidemia de cólera morbo de la primavera y verano de 1851. Una epidemia que se llevó por delante a un porcentaje bastante alto de sus habitantes, al tiempo que dejó una huella dolorosa, un miedo atroz, en el seno de la mayoría de las familias. Una epidemia que, por ello, se ha convertido en hito y símbolo de todo lo que las epidemias significaron para la capital grancanaria, así como para la isla en general, a lo largo de su historia, al menos hasta el siglo XIX.
Y es que la población advertía cómo estas islas, tan alejadas de los tres continentes atlánticos y, además, con unas comunicaciones no tan frecuentes, no se libraban de ver a la 'danza de la muerte' poner sus pies en ellas, a lo largo de los siglos XVII, XVIII y XIX, en forma de epidemias de tabardillo, sarampión, gripe, fiebre amarilla o cólera, frente a las que se contaba con recursos asistenciales o de higiene pública muy limitados. Pensemos que el primer cementerio -tal como lo entendemos en la actualidad- de Las Palmas de Gran Canaria, el de Vegueta, no se abrió hasta 1811 y a prisa y corriendo, precisamente para dar sepultura en un lugar alejado a los cientos de cadáveres que dejaba la fiebre amarilla.
Pero si una epidemia dejó huella imperecedera en la inmensa mayoría de las familias grancanarias una estela que aún se podía percibir con claridad en los años sesenta y setenta del siglo XX, ésa fue la del cólera de 1851. A muchos de niño nos llegaron historias, leyendas, expresiones fraguadas en la memoria, de aquella tragedia, que se llevó por delante a casi el diez por ciento de la población de esta isla. Curiosamente, ni la gravedad con la que también se presentó aquí la denominada gripe española, al final de los años veinte del siglo pasado, anuló la memoria del cólera, que siempre fue tenido como la epidemia paradigmática de una isla que, siglos tras siglo, vivió una y otra epidemia.
Quizá aquí no haya monumentos, ni columnatas explícitamente erigidas para conmemorar aquellas tragedias y honrar a sus víctimas, pero cuando se habla de cólera -o, en menor grado de fiebre amarilla o de «vómito negro»- todo el mundo pone su mente en esa pequeña ermita, en lo alto de la Atalaya de Santa Brígida, donde quedan a la vista las tumbas de muchos fallecidos en la epidemia de 1851. Un lugar que visibiliza esos lugares donde se improvisaron enterramientos en diferentes lugares de la isla, o recuerda la presencia del cementerio de Vegueta, donde tanto en 1811, como en 1851, se acumulaban los cadáveres insepultos, pues no había manos suficientes para inhumarlos y cubrirlos de cal con la celeridad necesaria. Hoy la cruz neogótica del cementerio veguetero, diseñada por Manuel Ponce de León en 1862, podría ser considerada como la columnata en memoria de todas las epidemias que asolaron la isla.
Junto a ello un libro, 'Consejos de Higiene Pública a la ciudad de Las Palmas', del médico y escritor Domingo José Navarro y Pastrana. Una publicación del año 1896 apenas conocida hoy, pero que nació en la mente de su autor motivada por el recuerdo de las terribles epidemias que asolaron la isla ese siglo XIX, y en las que él mismo, en muchas de ellas, tuvo que intervenir como médico y sufrir como ser humano. Un libro que es todo un monumento y un referente de la memoria que los grancanarios mantuvieron de esas trágicas epidemias. En su obra no se recató en señalar con mucha claridad cómo la «…higiene en toda su extensión (pública y privada) es la vanguardia de la medicina que acompaña a la humanidad desde el engendro y el nacimiento hasta la muerte y la sepultura…Nadie puede eximirse de sus preceptos sin ser anticipadamente y con premura borrado de la lista de los vivientes…», una afirmación, que parte de la congoja de una memoria trágica.
Ahora también ese mundo de las epidemias en Las Palmas de Gran Canaria se visibiliza en la exposición que ha abierto sus puertas en el Castillo de Mata. A través de sus paneles, de los documentos, de las obras de artes, de los objetos que se exponen, junto a gráficos muy didácticos, se puede recordar y entender mejor cual fue el devenir urbano tras estas epidemias que tanto afectaron a la población. Una magnífica opción para comenzar el tiempo de las fiestas fundacionales en el 547 aniversario de la gran capital atlántica que es hoy esta ciudad.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión