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Paisajes, monumentos, instituciones, eventos y celebraciones que, en buena medida, tienen sus raíces allá por 1892, rememoran, o pueden contribuir a ello, el paso de Cristóbal Colón por Gran Canaria y La Gomera aquel inolvidable agosto del año 1492. Unos días estivales, previos a la travesía atlántica que le llevaría al encuentro con unas tierras inesperadas, hasta ese momento ignotas para una gran parte de la humanidad. Como el propio Colón señala en la carta, fechada el 4 de marzo de 1493 (aunque escrita el mes anterior), en la que, a través de Luis de Santángel -el funcionario al servicio de la corona castellano-aragonesa, responsable de las finanzas y otros delicados asuntos de estado, y persona de confianza de Colón, a quién se dirige por cuestión de ceremonial protocolario, que señalaba la inconveniencia de hacerlo directamente a SS.MM.-, anuncia a los Reyes Católicos el descubrimiento y toma de posesión de nuevas tierras, al decir que «Señor, porque sé que habréis placer de la gran victoria que Nuestro Señor me ha dado en mi viaje, vos escribo esta, por la cual sabréis como en 33 días pasé de las islas de Canaria a las Indias con la armada que los ilustrísimos rey y reina nuestros señores me dieron…». Unos días de reparaciones de sus naves, de abastecerlas para la travesía que presumía larga, de descanso de las tripulaciones, que ya señalaban a estas islas como lugar idóneo y relevante en la encrucijada de las rutas atlánticas, tanto para los marinos, y así se consolidaron a lo largo de los siglos, y hoy las hace mirar aún más al futuro, como para viajeros y turistas que han hecho de ellas un destino apetecido y buscado desde finales del siglo XIX.
Una lectura detenida del escueto 'Diario de a bordo' -al menos en la primera parte de la travesía-, como de la mencionada carta anunciadora del resultado del viaje, sugiere no sólo la importancia y significación que tuvo para aquella expedición las escalas en Gran Canaria y La Gomera, el paso por unas islas ya bien conocidas, pero que aún le ofrecen al Almirante de la Mar Océana -interesado en evidenciar fenómenos naturales, marítimos y meteorológicos que observa en esta navegación, como la presencia de algas flotantes, el llamativo mar de los sargazos, o la bioluminiscencia marina- sugestivos paisajes y llamativos acontecimientos naturales, como aquel jueves 9 de agosto, cuando «vieron salir gran fuego de la sierra de la isla de Tenerife, que es muy alta en gran manera», un Teide humeante que quizá no reconocían como tal, sino como estas islas se instituían definitivamente, a partir de aquella experiencia que abría sendas a una globalización aún impensable, en un ámbito distinto, novedoso, cargado de futuro. Y esto lleva a recordar como pocos años más tarde, en tiempos del emperador Carlos, en una disposición real que daba 'Licencia para que se pueda poblar en Puerto de Las Isletas', se reconocía los provechoso que sería para esta isla que «se diese facultad a cualquier persona, que quisiese vivir en el dicho Puerto, pudiese vender todos los mantenimientos que quisiesen a los extranjeros e a todas las personas que se los comprasen», pues así se proveería a los buques que arribaban a la isla o recalaban en tránsito, y «los marineros y extranjeros hallarían los mantenimientos baratos…», toda una premonitoria visión de lo que ha sido y es siglos después.
Colón sale del puerto de Palos con un destino claro, descubrir una nueva y larga ruta que, hacia poniente, le lleve a las Indias, pero también convencido de que el viaje tiene un primer e ineludible trayecto, el de las «islas de Canaria», que conocen muy bien, tanto él, como los hermanos Pinzón, y que será el punto a partir del cual comenzará el tramo de verdadera aventura; «Y partí del dicho puerto muy abastecido a tres días del mes de Agosto del dicho año, antes de la salida del sol con media hora, y llevé el camino de las islas de Canaria para de allí navegar tanto, que yo llegase a las Indias…». Demuestra conocer estas ventajas cuando el miércoles 8 de agosto, como anota en su diario, reescrito por el padre Bartolomé de las Casas, «Hubo entre los pilotos de las tres carabelas opiniones diversas dónde estaban, y el Almirante salió más verdadero; y quisiera ir a Gran Canaria por dejar la carabela Pinta, porque iba mal acondicionada del gobernario y hacía agua, y quisiera tomar allí otra si la hallara. No pudieron tomarla aquel día…». Colón reparó sus naves en Gran Canaria, viajó entre esta isla y La Gomera en esos días de estío agosteño, sus tripulaciones descansaron en ambas islas, «Tomada, pues, agua y leña y carnes y lo demás que tenían los hombres que dejó en La Gomera el Almirante cuando fue a la isla de Canaria a adobar la carabela Pinta», y podemos imaginarlos en el entorno de luminosas playas, de frescos palmerales, refrescándose en las cristalinas aguas del Guiniguada, curiosos en una aún incipiente villa del Real de Las Palmas, o en el núcleo primigenio de San Sebastián de La Gomera, junto a la enhiesta Torre del Conde, relacionándose con castellanos y con naturales de la isla que ya convivían en aquella pequeña urbe, todo un preciado y útil aprendizaje para lo que encontrarían, poco más de un mes después, aquel ineludible 12 de octubre en la historia de la humanidad.
Hoy, cuando tanto se habla de una declaración del centro histórico de Las Palmas de Gran Canaria como Patrimonio de la Humanidad -lo que es interesante y reflejaría la trascendencia de este núcleo como símbolo de una encrucijada humana en el Atlántico medio-, no se debe olvidar otra propuesta en la que la capital grancanaria, y con ella toda la isla, junto con La Gomera, son parte destacada, como es la de declarar la ruta del primer viaje de Cristóbal Colón como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, al igual que ya lo son otras como la Ruta de la Seda o la Ruta de los Esclavos. Santa Fe en Granada, Palos en Huelva, las islas del Caribe, o Bayona en Pontevedra y Lisboa. Ocho o diez poblaciones, tres continentes, varios países, son sustrato importante para una declaración tan trascedente, un reconocimiento a un hecho que cambió la historia de la humanidad que la UNESCO, si nadie presenta la propuesta -aunque desde Santa Fe en Granada llevan años trabajando en ella, con apoyos directos y entusiastas de otras poblaciones como Palos o Bayona-, podría y debería impulsar de motu proprio.
Un estío isleño colombino de hace 532 años, un agosto de descanso y abastecimientos que fue premonitorio para estas islas, un verano grancanario y gomero en el que se soñó con una aventura que abrió las puertas de un nuevo futuro. Y lo acontecido en Gran Canaria, tras la finalización de su conquista y en lo dispuesto en los primeros años de su capital, que pudieron conocer, en alguna pequeña medida aún, aquellas tripulaciones colombinas, fue en cierto y elocuente modo un prolegómeno de todo lo que después se haría en ese «Nuevo Mundo».
En este agosto isleño colombino se debe aprovechar, por isleños y foráneos, a través de todo lo que los hitos colombinos que existen en Gran Canaria y La Gomera pueden aportar, para conocer mejor lo acontecido entonces, su trascendencia y lo que, como enclave vital en el Atlántico medio, puede contribuir el Archipiélago Canario en un futuro que ya llega a raudales.
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