La semana laboral más corta del mundo
El ocio como privilegio, el desempleo como destino
Director de Tecnología de CANARIAS7 y autor del libro 'Inteligencia Artificial en la experiencia del cliente'
Viernes, 31 de octubre 2025, 23:11
La noticia de que Amazon recortará 14.000 empleos corporativos marca un punto de inflexión en la historia reciente de la disrupción tecnológica. No es ... una reacción a una crisis económica, la compañía acaba de reportar beneficios sólidos, sino una decisión estratégica: reorganizar su estructura interna en torno a la inteligencia artificial.
Lo más llamativo es que los despidos no afectan a operarios ni a personal de logística, sino a profesionales de cuello blanco: gerentes, analistas y personal administrativo. La automatización ya no solo habita las fábricas; ahora se instala cómodamente en las oficinas corporativas.
Mientras Amazon anuncia su reestructuración, Bill Gates, quien en octubre de 2024 imaginaba una semana laboral de tres días impulsada por la IA, ha actualizado su predicción. Ahora asegura que, dentro de una década, podríamos trabajar solo dos días por semana.
Su cambio de perspectiva, en apenas un año, refleja la velocidad con la que la inteligencia artificial está transformando no solo la tecnología, sino también nuestras certezas más arraigadas sobre el trabajo, la productividad y el propósito humano.
El razonamiento de Gates es tan sencillo como inquietante: al ritmo actual, las máquinas asumirán «la mayoría de las tareas» humanas. Durante su aparición en 'The Tonight Show with Jimmy Fallon', lanzó una pregunta que parecía impensable hace apenas dos años: «¿Cómo serán los empleos del futuro? ¿Deberíamos trabajar solo dos o tres días por semana?».
No hablaba un soñador desconectado de la realidad, sino el mismo hombre que hace cuarenta años predijo que cada hogar tendría un ordenador personal cuando la idea parecía ridícula. Entonces se rieron de él; hoy nadie se atreve.
Lo que diferencia la visión de Gates de otras profecías futuristas es que no se basa en la especulación, sino en la observación de tendencias reales. La IA generativa ya está resolviendo tareas que antes requerían equipos enteros: redactar informes, coordinar proyectos, sintetizar información o tomar decisiones rutinarias.
Beth Galetti, vicepresidenta de Amazon, lo expresó sin rodeos al anunciar los despidos: buscan «reducir la burocracia» y «eliminar capas organizativas». Dicho de otra forma, la estructura jerárquica que ha definido la empresa moderna durante un siglo está siendo optimizada hasta casi desaparecer.
Las funciones que hoy se están automatizando, gestionar equipos, elaborar reportes, coordinar reuniones, filtrar información, eran precisamente las que garantizaban la estabilidad laboral de la clase media corporativa. Los ejecutivos y mandos intermedios ascendían por su habilidad para procesar datos, detectar patrones y tomar decisiones informadas.
Es casi irónico que las mismas competencias que los convirtieron en indispensables sean ahora las más fáciles de replicar mediante algoritmos. Durante años se temió que los robots sustituyeran a los obreros; la verdadera revolución ha llegado silenciosamente a los despachos, donde los algoritmos ya piensan como gerentes.
Gates reconoce que esta transformación también abre oportunidades. La IA puede aliviar carencias estructurales en sectores como la salud, la educación o la atención psicológica, ofreciendo lo que él llama «una inteligencia gratuita» accesible a todos. Una utopía de conocimiento universal. Pero esa visión optimista tiene una cara menos amable: si la inteligencia se vuelve ubicua y prácticamente sin coste, ¿qué valor le queda al trabajo humano?
Detrás de esta pregunta se oculta otra, más incómoda: ¿quién se beneficiará realmente de esta revolución? Gates evita formularla de manera explícita, aunque su análisis la presupone en cada una de sus afirmaciones. La historia reciente muestra que en cada ola de automatización la balanza se inclina hacia los propietarios del capital, la tecnología y los datos.
Estudios económicos revelan que, en las últimas décadas, alrededor del 60 % de las ganancias de productividad derivadas de la automatización han ido a parar a los directivos y accionistas, mientras que los trabajadores afectados sufren pérdidas de empleo o de poder adquisitivo. No hay indicios de que esta vez vaya a ser distinto.
La idea de una semana laboral de dos días suena seductora, pero solo en un contexto de abundancia compartida. Sin sistemas sólidos de protección social, formación continua y redistribución de riqueza, esa promesa se convierte en una trampa: menos trabajo no significa más libertad si lo que desaparece es el salario. Un gerente desplazado por la IA no necesita más tiempo libre; necesita seguridad económica.
Los datos laborales recientes dan peso a estas preocupaciones. En 2025, las empresas estadounidenses han anunciado casi un millón de despidos, la cifra más alta desde la pandemia. Solo el sector tecnológico suma más de 100.000 empleos eliminados. Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal, ha advertido que la contratación se está frenando «notablemente», sobre todo entre los jóvenes. Las compañías descubren que pueden producir más con menos personas. Lo que durante décadas fue un sueño corporativo, eficiencia sin expansión laboral, hoy es una realidad posible gracias a la IA.
Por eso la predicción de Gates no describe una utopía de ocio, sino una transición turbulenta. La pregunta crucial no es si trabajaremos menos, sino cómo llegaremos hasta ahí. Si los beneficios de la automatización se reparten de manera equitativa, podríamos avanzar hacia un modelo en el que el tiempo libre y la creatividad florezcan. Si no, el futuro podría parecerse más a una economía fragmentada, donde una minoría controla la inteligencia artificial y la mayoría compite por trabajos cada vez más escasos.
La visión optimista de Gates parte de una fe en la capacidad humana para adaptarse, legislar y cuidar del conjunto. La historia, sin embargo, invita al escepticismo. Cada revolución tecnológica ha dejado atrás a quienes no pudieron reentrenarse o adaptarse lo bastante rápido. Esta vez, la velocidad del cambio es tan abrumadora que las políticas públicas apenas logran seguir el ritmo.
Pero ni la IA puede predecir lo que viene. Dependerá de las decisiones políticas, éticas y culturales que tomemos ahora. El futuro que imagina Gates no está escrito: es una posibilidad entre muchas. Si la elegimos sin responsabilidad, el sueño de trabajar menos podría transformarse en algo muy distinto: en la pesadilla de no tener trabajo en absoluto.
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