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El jueves a la noche disfruté del privilegio de moderar un acto en la Sociedad Torrelavega de Arrecife con dos estupendos hijos de Lanzarote, Juan Antonio Machín y Ambrosio Martín Cedrés. El primero, entrenador nacional de fútbol que en su haber tiene nada menos que siete ascensos, valor que solamente en Canarias supera el ilustre Pacuco Rosales. El segundo, exjugador de balonmano profesional con una dilatada trayectoria y desde hace pocas semanas seleccionador del equipo nacional femenino, tras haber metido en el zurrón un buen número de triunfos y logros.
Ambos dejaron patente que son perfectos conocedores de lo que tienen entre manos. No pusieron reparos en mojarse en temas aparentemente espinosos, caso de los problemas de la salud mental que no son ajenos a los competidores de medio y alto nivel o la necesidad de normalizar la homosexualidad en el deporte. Igualmente fueron francos y críticos al quejarse de cómo se abusa de la competitividad en los periodos de formación, con efectos contraproducentes. Y también se mostraron partidarios de forzar un mayor consenso en general sobre la necesidad de que se invierta en el deporte. A fin de cuentas, es apostar por el bienestar y por la salud, tanto para las personas practicantes, como para la sociedad.
De carne y hueso, con defectos y virtudes, Ámbros (Ambró en nuestra infancia y adolescencia) y Juan Antonio en menos de hora y media supieron desnudar carencias y resaltar valores al alza y virtudes. Ambos hasta se atrevieron a plantear medidas. Los dos supieron de cómo el deporte hace menos de medio siglo fue una de los pocos asideros para combatir a la mortal heroína que causaba estragos en Lanzarote. Balonmano y fútbol salvaron vidas. Muchas. Vista la lección, que la grata reunión del jueves sirva para más que para un bonito sueño de verano.
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