El autoritarismo blando ya está aquí: y se llama Pedro Sánchez
Crónica de un asalto silencioso a la democracia
José Eduardo Marrero de Armas
Abogado y concejal de CC en el Ayuntamiento de Arucas
Miércoles, 17 de septiembre 2025, 12:10
Cuando el ministro Félix Bolaños defiende que la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) «nos acerca a Europa», se refiere a la intención del Gobierno ... de suprimir al juez de instrucción y entregar la fase investigadora del proceso penal al Ministerio Fiscal. Es decir: que el fiscal -un órgano dependiente jerárquicamente del Fiscal General del Estado, a su vez nombrado por el Ejecutivo- asuma la dirección de las causas penales, mientras el juez se limite a un papel pasivo, como garante de los derechos fundamentales.
Por si esto fuera poco, la reforma del Estatuto del Ministerio Fiscal implica que, en la práctica, el acceso y control de la carrera fiscal pasa de un sistema basado en exámenes anónimos y objetivos a otro en el que el Gobierno gana margen para decidir quién entra y quién se queda, y si a eso se suma la incorporación masiva de interinos sin oposición libre, el resultado es un cuerpo de fiscales menos independiente y más condicionado por el poder político.
La reforma, aprobada ya en primera vuelta, ha provocado una respuesta sin precedentes: cinco asociaciones de jueces y las dos mayoritarias de fiscales han mostrado su disconformidad al considerar que se está alterando de forma irreversible el equilibrio institucional que garantiza un proceso penal imparcial.
La clave de la polémica no está sólo en lo que se pretende cambiar, sino en lo que se oculta. El ministro de Justicia insiste en que el modelo propuesto «es el de Europa», pero esta afirmación no resiste una mínima comparación técnica. En Francia, por ejemplo, el Ministerio Fiscal solo dirige investigaciones cuando se trata de infracciones leves o delitos menores (delitos contra la propiedad sin violencia, hurtos simples, delitos de tráfico sin víctimas, etc.).
Sin embargo, en los casos complejos, como los delitos económicos, corrupción, terrorismo o crimen organizado, la instrucción sigue en manos de un juez de instrucción independiente, que conserva todas las funciones propias de la fase investigadora. El Gobierno español, en cambio, con su reforma pretende un modelo donde la Fiscalía asumirá la instrucción de todos los delitos, sin matices ni excepciones, incluidas las causas más delicadas, en un país donde el Fiscal General lo nombra directamente el presidente del Gobierno, bueno el Rey a propuesta del Gobierno, como así establece el artículo 124.4 de la Constitución.
El modelo resulta especialmente problemático en el contexto actual, donde la independencia de la Fiscalía ya ha sido severamente cuestionada por el recorrido político de sus últimos titulares. En 2020, Pedro Sánchez nombró como fiscal general a Dolores Delgado, hasta ese momento ministra de Justicia de su propio Gobierno y exdiputada del PSOE. Su paso de la bancada del Consejo de Ministros al Ministerio Público fue inmediato, y despertó un rechazo contundente de todas las asociaciones judiciales.
Tras su renuncia, el cargo recayó en Álvaro García Ortiz, hasta entonces su número dos en la Fiscalía, cuya continuidad está hoy en entredicho por un procedimiento penal abierto en el Tribunal Supremo, donde está investigado por presunta revelación de secretos, y a pesar de la gravedad de la imputación, el Ejecutivo sigue sin considerar oportuno su cese.
A esa mutación procesal se suma la reforma del Código Penal operada por la Ley Orgánica 14/2022, que rebajó drásticamente las penas por malversación cuando no haya lucro personal, es decir cuando la desviación de fondos se destine a «finalidad pública distinta» (por ejemplo, sufragar actos políticos), la pena baja a 1-4 años de cárcel y 2-6 de inhabilitación, añadiendo a su vez un subtipo atenuado para perjuicios inferiores a 5.000 euros, castigado con multa y arresto de hasta un año.
El cambio es retroactivo y ya ha permitido revisar condenas en causas tan emblemáticas como los ERE andaluces o derivadas del procés, motivo por el que la Fiscalía Europea y el Consejo General de la Abogacía han advertido de un peligro de impunidad selectiva.
La desjudicialización de la instrucción no es, por tanto, un paso aislado, sino una pieza más dentro de un proceso más amplio de concentración de poder normativo, institucional y estratégico en el Ejecutivo. Desde que llegó a la presidencia en 2018, Pedro Sánchez ha convertido el Real Decreto-ley -instrumento previsto en el artículo 86 de la Constitución solo para «casos de extraordinaria y urgente necesidad»- en la herramienta legislativa habitual.
En solo seis años, ha aprobado 155 decretos-leyes, superando ampliamente a todos sus predecesores. José María Aznar firmó 127 en ocho años; José Luis Rodríguez Zapatero, 107 en siete; y Mariano Rajoy, también 107, pero en casi seis años y medio. Ninguno se acercó al ritmo de Sánchez: una media de 2,1 decretos-leyes por mes, una cifra sin precedentes que ha vaciado de contenido la deliberación parlamentaria. Algunas de estas normas, además, han sido auténticos 'decretazos ómnibus' que modifican hasta treinta leyes en un solo texto, sin posibilidad de enmiendas y con apenas horas de margen para su análisis antes del debate.
Esta expansión normativa del Ejecutivo se acompaña de un patrón constante en el nombramiento de cargos clave en los órganos de control institucional. En el Tribunal Constitucional, órgano encargado de velar por el respeto a la Constitución, Sánchez ha impulsado el nombramiento de Juan Carlos Campo, que fue ministro de Justicia entre 2020 y 2021, y de Laura Díez, que ocupó un alto cargo en el departamento de Presidencia del propio Gobierno.
La entrada de ambos al alto tribunal fue legal, pero ha generado una gran controversia doctrinal: en ninguna democracia consolidada del entorno europeo se permite que un exministro de Justicia sea, apenas un año después, magistrado del Tribunal Constitucional encargado de controlar la constitucionalidad de sus propias decisiones políticas.
La lista continúa. Al frente del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) se mantiene desde 2018 José Félix Tezanos, histórico dirigente del PSOE y exmiembro de su ejecutiva federal. Sus barómetros de opinión han sido objeto de constantes polémicas por desviaciones estadísticas y por proyectar estimaciones de voto que sistemáticamente favorecen al Gobierno. La independencia del CIS ha sido puesta en entredicho por organismos especializados como GAD3 y Sigma Dos, y por expertos en demoscopia que han denunciado públicamente el uso partidista de una herramienta pública.
En RTVE, el relevo de la cúpula tras la salida de José Manuel Pérez Tornero en 2022 fue interpretado también como un viraje hacia el control editorial del Ejecutivo. La nueva presidenta interina, Elena Sánchez Caballero, fue designada con los votos de los consejeros afines al Gobierno y cuenta con una dilatada trayectoria profesional, pero su ascenso ha coincidido con una línea editorial mucho más amable hacia el Ejecutivo, especialmente en la gestión de informativos y espacios de opinión.
Incluso la prensa que cubre el Congreso ha comenzado a notar los efectos del nuevo clima institucional. El pasado mes de julio, el Congreso, con los votos del PSOE, Sumar y sus socios parlamentarios, aprobó una reforma del Reglamento para restringir el acceso de periodistas considerados hostiles. Entre las novedades se encuentra la creación de un nuevo 'Consejo Consultivo de Comunicación Parlamentaria' con capacidad para retirar la acreditación durante meses o incluso años a aquellos profesionales que «perturben el desarrollo normal de la actividad informativa».
La modificación se ha interpretado como un intento de vetar la entrada de periodistas incómodos, especialmente tras los enfrentamientos protagonizados por Vito Quiles, reportero de EDATV, en varias ruedas de prensa. Asociaciones como la FAPE y el Colegio de Periodistas de Cataluña denunciaron desde su propuesta que la modificación del reglamento es un atentado contra la libertad de información garantizada por el artículo 20 de la Constitución.
Todo ello dibuja un panorama preocupante: una reforma penal que suaviza la malversación, un alud de decretos-ley que vacía de contenido al Parlamento, un control progresivo de las instituciones que deberían ser contrapesos del poder ejecutivo, y ahora una reforma procesal que pretende convertir al fiscal -nombrado por el Gobierno- en el instructor universal de todas las causas penales, incluidas aquellas que puedan salpicar a cargos públicos.
No estamos ante una dictadura, ni siquiera ante un sistema abiertamente autoritario, pero sí ante una deriva estructural hacia un modelo de democracia sin frenos, donde la separación de poderes se desdibuja y la independencia institucional se degrada en nombre de una supuesta eficacia. La arquitectura constitucional de 1978, basada en pesos y contrapesos, no necesita enemigos externos para tambalearse. Basta con que el poder, en nombre de la urgencia, lo legisle todo, lo supervise todo, y lo controle todo.
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