Dos personas cada día han muerto en el mes de abril en Canarias por la covid. En total, sesenta y tres, solo tres menos que el mes anterior. Ciento veintinueve personas entre marzo y abril, familias que han tenido que enterrar a sus seres queridos, hurgar en sus recuerdos, recoger su ropa, abrir testamentos, buscar la última foto, cargar un féretro, cerrar una lápida. Vidas que se perdieron porque alguien tiene que morir para que el resto se lo pase pipa. Porque, como sociedad, hemos aceptado que este número de muertes es tolerable.
A lo largo de la historia la humanidad se ha acostumbrado a llevar pesadas armaduras, miriñaques, apretados corsés, tacones de diez centímetros o trajes que impiden subir el brazo por encima de la cabeza. Pero hoy una mascarilla nos resulta tremendamente incómoda, insoportable casi, aunque nos sirva como una importante barrera contra la pandemia. Porque sí, aunque la clase política le diera el finiquito, la OMS sigue empeñada en que no hemos superado al virus.
Precisamente esta semana ha insistido sobre la vigilancia. Cada vez se hacen menos test, lo que nos deja, decía la OMS, «ciegos ante la evolución del virus». Pero oye, que viva la vida, que lo que nos importa es la supuesta vieja normalidad. Ya ni siquiera se habla de la «nueva normalidad», se ha optado por la vieja, la de siempre, la del sálvese quien pueda.
Lo paradójico es que no hay un solo frente y el goteo de la inmoralidad se ha extendido sigilosamente a todas las áreas. Así, tampoco nos hemos preocupado de que se privaticen servicios públicos esenciales, se extienda la temporalidad en la administración, se reduzca personal hasta el ridículo, que no se le meta mano a la dependencia, que el ingreso mínimo vital no llegue o que la pobreza sea la norma. Solo hace falta unir la línea de puntos, pero dada la escasa atención que se ha prestado a la educación, ni de eso parece que somos capaces.