La imagen de la pequeña que llegó el miércoles por la noche en parada cardiorrespiratoria al muelle de Arguineguín, tras ser rescatada de un cayuco, y la desesperación de quienes la atendían para tratar de volverla a la vida es una nueva sacudida a las conciencias de los que tenemos la suerte de vivir al otro lado de esta frontera sur, en el de la riqueza, el consumo y el bienestar.
Pocos medios a nivel nacional recogieron la imagen que me hizo recordar mucho a la del pequeño Aylan, el niño sirio que fue hallado muerto en 2015 en una playa cuando trataba de huir hacia Grecia con su familia de la guerra en su país, y a tantos otros que han perecido y siguen muriendo cada día por lograr alcanzar la otra orilla en la búsqueda de un oportunidad.
Ahora que la covid sacude con fuerza nuestro mundo y lo hace tambalear, inundando de incertidumbre todo aquello que considerábamos seguro, nos hemos vuelto más ombliguistas e insolidarios. Los dramas de los demás pocas veces los identificamos como propios o cercanos y menos ahora, cuando está amenazada la pervivencia de uno mismo.
Ocurre aquí ahora con mayor intensidad pero antes fueron otros los destinos principales como Italia, Grecia o Malta... y sigue pasando en Estados Unidos, que se enfrenta a una grave crisis humanitaria en su frontera con México con miles de llegadas e incapacidad para atender a todos y dar una respuesta adecuada.
La inmigración es un problema global como tal debe tratarse. Con muros, cárceles-isla, vallas e inacción solo seguiremos sumando fotos, imágenes dantescas y cifras a un drama repleto de muerte y dolor y que no cesa.
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