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No suelo bailar porque tampoco me gusta. Entre que me da cierto pudor, por timidez, y que cuando lo hago, parezco un pato mareado, no me da casi nunca por mover la cintura. Pero hay veces en que me cuesta resistirme, como cada vez que tengo cerca a la Banda de Agaete. Bailas hasta sin querer, como por dentro.
Y está visto que ese efecto hipnótico debe ser epidémico, al menos en Gran Canaria. No hay público que le aguante una melodía. Viejos y jóvenes, nativos y guiris, intelectuales e iletrados, rockeros y raperos, fans de los Rolling, de la Pantoja, de Rosalía o de José Vélez, todos bailan a su son. Y todos a una, unidos por un mismo brinco, las mismas manos en alto, la misma cara de felicidad.
La escena se repite en la Traída del Agua de Lomo Magullo, en la Rama de Agaete o en El Charco de La Aldea. Como en esta última edición, la de este lunes. El Baile del Muelle se me antoja un antídoto para la amargura. La gente parecía fuera de sí. La presencia de esta orquesta de blanco llega a ser tan carismática que estas fiestas casi no se entenderían sin su música.
No sé si es la mejor banda, ni siquiera la que mejor toca, pero hay algo que escapa a la ciencia y que debe ser la clave de esa conexión tan mágica entre una orquesta y su público. Ni 'Cielito lindo' ni 'Soy aldeano, señor' ni 'Me gusta la bandera' (este no debe ser el título, pero se me entiende) suenan igual con la Banda de Agaete que con otra.
Tanto arraigo la han convertido en un fenómeno identitario, en un símbolo etnográfico y popular que merece un reconocimiento. No sé si un monumento, una calle o una medalla. Pero, por lo pronto, un aplauso entusiasta y un agradecimiento.
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