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El año 2024 acabó con una noticia un tanto imprevista: la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen estampaba su firma en el ... acuerdo agrícola y comercial con buena parte de América, el llamado Mercosur. Imprevista porque se trata de un documento que atesoraba años de larga negociación y que parecía condenado a quedar en el limbo, pero que al final sale adelante con la rúbrica de la jefa del Ejecutivo europeo apenas reelegida en el cargo y con un gabinete en el que hay varios comisarios que no son precisamente partidarios de la apertura de fronteras comerciales.
Queda, eso sí, que los diferentes países den su visto bueno, cosa que no va a ser fácil teniendo en cuenta los equilibrios y las mayorías de gran parte de las asambleas legislativas. De hecho, Francia ya fue de las primeras en poner pegas y se supone que lo mismo dirán gobiernos todavía más a la derecha que el de Macron.
En España el sector agrario puso el grito en el cielo. Sus representantes alertan del riesgo de eliminar trabas a la llegada de productos agrícolas de países con menores costes laborales y también con protocolos fitosanitarios menos exigentes. Es verdad que sobre esto último pesa teóricamente una barrera europea común, pero no es menos cierto que la UE es, en la práctica, un coladero precisamente por la apertura de fronteras y por la ausencia de aduanas y puntos de inspección entre países.
Pero hay una cuestión de fondo que creo que merece una reflexión:lo que reclaman esos representantes del sector agrícola es sencillamente una política de aranceles elevados a lo que viene de fuera, al tiempo que se quejan cuando, por ejemplo, Donald Trump llega al poder de nuevo en Estados Unidos con la palabra 'arancel' como una de sus banderas electorales. Nadar y guardar la ropa al mismo tiempo es algo materialmente imposible y algo de eso vemos en dicho discurso.
Hay otro factor a tener en cuenta: la apuesta por el autoabastecimiento y la exclusión de terceros suena a priori muy bien pero para que triunfe es clave, primero, garantizar que hay capacidad de producción suficiente los 365 días del año y, en segundo término, que los precios se ajustan a la realidad social del mercado en cuestión. Sobre esto último, viendo lo que ha pasado en el último año y medio en España y en especial con una producción tan -teóricamente- española como el aceite de oliva, pues hay motivos para preguntarse si los supuestos adalides del sector primario patrio no deberían hacer un examen de conciencia sobre qué está funcionando mal.
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