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El fracaso de los milenials

Aula sin muros: Paco Javier Pérez Montes de Oca ·

Hoy son legión los nacidos en la década de los ochenta del siglo XX que se cansan de añadir cursos y especialidades a su currículo académico

Tribuna Libre

Las Palmas de Gran Canaria

Lunes, 26 de abril 2021, 12:10

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Todavía quedaban restos del analfabetismo y atraso secular, educativo, endémico de las islas que, en parte paliaron maestros con vocación y Radio ECCA, cuando jóvenes de las clases pobres y medias podían estudiar una carrera universitaria alternando estudio y trabajo, el ahorro de los padres, madres gastándose los ojos cosiendo, las becas del ministerio o la ayuda de gente rica, de alcurnia o comerciantes foráneos que correspondían al mirar para otro lado de una Hacienda casi inexistente, con becados a su cargo. La mayoría, si querían, encontraban empleo de profesionales o docentes una vez que, orgullosos ellos, ellas y familia colgaban el diploma en un lugar preferente del salón de la casa.

Hoy son legión los nacidos en la década de los ochenta del siglo XX que se cansan de añadir cursos y especialidades a su currículo académico y si no pertenecen a la elite, con suerte pueden agarrar cualquier empleo que se les ofrezca con un salario a la baja o, si saben idiomas y contactos, emigrar fuera en lo que una ministra llamó eufemísticamente «movilidad exterior».

Culpa de este despilfarro de recursos y masivo desencanto la tiene la obsesión que instituciones y familias demuestran por que los jóvenes y sus hijos estudien, a toda costa, una carrera universitaria sin futuro y a veces ni vocación. Por eso se crean universidades a mansalva, en provincias linderas, de lo que presumen políticos del lugar que se encuentran a la cola y ni aparecen, en el ranking mundial de evaluación de calidad. Pero es que a esta vorágine inflacionaria de «titulitis» colaboran políticos, encuadrados en la nueva y relumbrante partitocracia que, a modo de ejemplo, en un debate se tiran a la cara, aburridos tochos de «corta y pega», adquieren un grado aprobando doce o más asignaturas en cuatro meses (¡qué genios!) u obtienen un master de la prestigiosa y rica universidad de Harvard durante un fin de semana a tres kilómetros de su casa. Desconocen y les queda muy lejos el ejemplo de aquel ministro sueco de energía que ostentaba el título profesional de soldador.

En una ocasión asistí, como vocal, a un tribunal para la selección de personal de una determinada entidad pública. Para dos plazas de técnicos de la administración general, licenciados en Derecho, Ciencias Políticas o Económicas, se presentaron no menos de doscientos. Quedó vacante, por falta de aspirantes, la de jardinero.

En mis años de joven universitario, asistí a un campo de trabajo internacional, organizado por el antiguo SEU (Servicio universitario) en una ciudad alemana de Baviera. Como de alemán, ni papa, salvo dos tres palabras extraídas de un viejo vademécum de idiomas, me destinaron como ayudante del jardinero del hospital campo de actuación, como voluntarios, del grupo internacional de trabajo universitario. Llegaba, con puntual alemana, al hospital, saludaba con un «morgen» y sonrisa de lado a lado. Se despojaba de su terno, con corbata, se enfundaba el mono de trabajo y comenzaba su actividad diaria cuyos setos y parterres de flores bien podían participar en cualquier concurso internacional de paisaje y embellecimiento de zonas urbanas de población. Como la profesión no estaba, ni debe estar, reñida con la cultura, una de las veces me convidó a que le acompañara a un concierto de música clásica en la ciudad después de la suelta. Los oficios elevados a la máxima categoría de reconocimiento público y laboral de lo que poco o nada se han ocupado gobiernos de diferente color político.

Eduardo Galeano, en referencias a lo ideales educativos propuestos por los ilustrados venezolanos, influenciados por el Emilio de Rousseau escribe: «las escuelas deberían abrirse al pueblo, a la gente de sangre mezclada; que niñas y niños tendrían que compartir las aulas y que más útil al país sería crear albañiles, herreros y carpinteros que caballeros y frailes». Lo que es frailes, hoy pocos, porque no hay vocaciones y a lo mejor hay varones que vuelven a «vivir del altar» que decía San Pablo cuando en las casas parroquiales convivan, mujer y hombre sacerdote, sin que se les condene por amancebamiento.

Y es que, en la sociedad desarrollista, se ha extendido una verdadera obsesión por los títulos, grados que además cuestan una guita y cualquier diploma en cuyo encabezado rece lo de «técnico superior» (lo de técnico simple pasó a mejor vida) en cualquier materia cuya posterior inserción en el mercado laboral suele ser una quimera. No hay carpinteros, ebanistas, albañiles que no sean simples amañados y los pocos fontaneros que atienden a una urgencia son amigos o ponerse a la cola que puede durar de meses. Panaderos se cuentan con los dedos de la mano, entre otras razones, porque el pan sale de hornos eléctricos de cualquier cafetería o supermercado y ni siquiera el llamado «pan de campo» se hornea con levadura y masa madre, en la madrugada, en hogazas crujientes que antaño olían a leguas y sabían a golosina. No hay ni se forman sastres o costureras a los que, en tiempos pasados, acudían a probarse niños de Primera Comunión, muchachos que estrenaban chaqueta o estameña y jóvenes casaderas a ajustar el volante y talle para el vestido de boda. Prima la ropa de la última moda en manos de ricos diseñadores y modelos y la del pueblo llano se confecciona en la otra punta del mundo por mano de obra barata, casi esclava.

Las administraciones publicas de empleo y educación no se ocupan de dar formación y enaltecer profesiones y oficios que dan salida a miles de jóvenes útiles, expertos en reponer mercancía, supervisar un supermercado, saber de medicamentos para despachar en una farmacia, agentes de la rica floresta canaria o atender un jardín público de cuyas obras y servicios la sociedad entera debe sentirse beneficiada y orgullosa.

Corresponde a los que mandan en la cosa pública y grandes administradores de emporios comerciales convencerse, con menos discursos vacíos y más obras, de que urge cambiar de paradigma.

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