Nos dejaron el muerto

Soy reacio al uso de la palabra estallido, que encierra en sus cuatro sílabas más alarmas de las que le conceden sus acepciones en la Real Academia. Su uso político me eriza la piel, especialmente cuando forma parte del argumentario de partidos de oposición; tampoco me resulta muy grata cuando da título a alguna de esas películas cuyo argumento suele perder el desafío con la siesta del mediodía y que van sobre virus y muertos.

Estallido suena a algo gordo. Verdaderamente jodido. A cristaleras rotas y disparos en la noche. A una situación que se desborda ante el colapso de un sistema y la capacidad de servidumbre de un pueblo. Y sé que hablar estos días de estallidos suena inverosímil, con unas masas más proclives a indignarse por la odisea doméstica de una tal Elena Cañizares y sus 'chuminos compareños' que por las constantes burlas a esta tierra de ese ente llamado Estado.

No hace mucho volví a leer 'Nos dejaron el muerto', esa mágica novela de Víctor Ramírez que no inventa universos como Gabo en Macondo sino que los sitúa en la realidad de San Roque, aquí mismo, sobre las faldas del Guiniguada. Luego busqué viejas entrevistas del año en el que se publicó el libro, 1984, y encontré una en la que el autor ejercía de preclaro: «Llegará un estallido», afirmaba sobre la realidad de unas islas siempre abandonadas por «esa España especie de losa que ha aplastado todo lo que pisaba».

No sé si llegará el estallido, pero desde estas islas uno se sigue sintiendo aplastado por una España a la que no le importa nada la realidad fuera del continente. Islas que viven de nuevo despreciadas por un Gobierno central que no cumple con su responsabilidad con este territorio, como bien demuestra la crisis migratoria que nos desborda en estos días. Estallido no habrá pero el muerto nos lo dejaron.