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En las últimas dos o tres décadas, cada vez que fallecía una figura importante del mundo de la cultura, que había sido uno de los ... mojones del camino, siempre se ha dicho que se estaba cerrando una época. Ha muerto Mario Vargas Llosa, y me parece que esta vez sí que se cierra un siglo de literatura, no solo en nuestra lengua, sino en todo el ámbito de lo que llamamos Occidente. Porque la literatura es una carrera de relevos y son muchas piernas las que se mueven, pero solo una pocas marcan el paso, y el peruano era uno de esos capataces del talento, porque fue un novelista magnífico, con muchas novelas, de las que hay media docena larga que lo habrían consagrado si solo hubiera escrito solo una de ellas.
La cuestión es que no solo fue novelista. Su obra ensayística en el campo de la literatura es probablemente una de las más brillantes y extensas del siglo XX. Como bien es sabido, se es socialmente consciente de lo que va ocurriendo con un par de décadas de retraso, por lo que podemos deducir que el espléndido siglo XIX aguantó las brasas hasta al menos los primeros veinte años del siglo pasado. El XIX fue el que consagró la novela como un arte mayor con un listado de genios románticos, realistas, naturalista y francotiradores que pusieron los cimientos de la modernidad, con el francés Anatole France como último comandante en jefe de un siglo dominado por ingleses, rusos, franceses y algún que otro español, irlandés e italiano. Pero el centro de gravedad estuvo siempre en París, tanto, que la Academia Sueca siempre ha mirado mucho que sus premiado hayan pasado por el tamiz de la lengua de Moliére, Flaubert y el propio Anatole France, cuyo peso literario y social era tal que, cuando Émile Zola se la jugó apoyando al militar Dreyfus, injustamente condenado por traidor, la sociedad francesa se dividió, pero bastó que Anatole France se alineara con Zola para que el Tribunal Supremo revisara el caso.
Pero el siglo, como todos, acabó en el año 20 de la siguiente centuria, y la muerte del todopoderoso Anatole France casi coincidió con las publicaciones de James Joyce, Francis Scott Fitzgerald y Marcel Proust. Era un tiempo nuevo para la novela del siglo que empezaba realmente, y entonces el timón de los prestigios devino en las manos del gran poeta británico T.S. Elliot y en Ezra Pound, un norteamericano que pronto sentó su base de operaciones en París, que fue poeta y posvanguardista, pero que también quitaba y ponía reyes con el mismo crédito que Elliot. Su peculiar vida política (fue un febril seguidor de Mussolini) estuvo a punto de llevarlo al paredón en 1945; se salvó y curiosamente su prestigio literario y crítico permaneció indemne.
Luego toman el testigo la crítica establecida y más dispersa, en la que, sin pretenderlo, estaban Carlos Fuentes, Vladimir Nabokov y Mario Vargas Llosa, quienes, gota a gota y ensayo tras ensayo, ordenaron la librería que ha durando hasta hoy. La Generación Perdida, el indigenismo, el Nouveau Roman francés, la gran narrativa latinoamericana, el realismo sucio, la postmodernidad. En eso también Vargas Llosa fue un pilar fundamental, como lo fueron Galdós y Clarín en su tiempo, porque iban más allá de sus propias creaciones, ordenaban el mundo literario.
Todo ese siglo que ahora acaba, y que empezó con Kafka, Kipling, Valle-Inclán y los mencionados Joyce, Proust y Fitzgerald, siguió con el grupo de Bloomsbury de Virginia Wolf, y siguió, uno detrás de otro, con movimientos, nombres y debates, con Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Toni Morrison, Doris Lessing, Rosario Castellanos, Susan Sontang, Carmen Martín Gaite y un escuadrón de mujeres que han puesto en su lugar la
literatura escrita por mujeres. Todo ese hervidero fue reordenado, analizado e impulsado también por el trabajo crítico de Mario Vargas Llosa, que fue un todoterreno literario que nunca tuvo miedo a los desafíos literarios, de los que siempre salió victorioso porque se alimentaba del talento, el trabajo y una disciplina espartana.
De todo ese siglo que ha marcado una época y que empieza a dejar paso, por fin, al siglo XXI, Vargas Llosa ha sido una pieza imprescindible, no solo por su propia obra, que es inmensa, sino por lo que impulsó, analizó y reordenó. Cuando los titulares de estos días lo llaman gigante, no exageran, ha sido una de bastiones para crear este mundo literario que nos ha fascinado, y que sobrepasa los límites del idioma. Por eso digo que esta vez sí que se clausura una época, nada menos que un siglo, del que Vargas Llosa era el último que tenía la llave. Ya la pueden tirar, que vamos entrando en otro tiempo; si acaso, que se la den a Thomas Pynchon, el rebelde y provocador norteamericano que ya anda por los 87 años y no se deja ver, con lo que tenemos que conformarnos con fotos de su ya lejanísimo servicio militar. Es decir, darle la llave a Pynchon y tirarla viene a ser lo mismo, porque es un talento individual y huidizo, a quien solo parecen importarle los mundos que crea seguramente para sí mismo; todo lo contrario que Vargas Llosa, que nunca escribió una línea en la que no estuviesen presentes su tiempo, sus gentes, las relaciones entre personas, colectividades y cualquier asunto que rozara la literatura, aunque solo fuese en un punto. Y ha quedado aparte su gran contribución al periodismo y el teatro. Es la literatura de un ser humano para intentar que los humanos se entiendan, y encima nos deja una guía de lectura. Esta vez sí que cerramos definitivamente, lo cual nos habilita y de alguna forma nos obliga a sorribar un nuevo sendero. Es otro tiempo, el maestro nos ha enseñado el camino.
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