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Esta primavera ha sido generosa en publicaciones, cosa que, por otra parte, no es una gran novedad porque es la época en que se celebra el Día Internacional del Libro y abren sus tenderetes las distintas ferias del libro. Por lo pronto, y hablando de autores de fuera, no ha sido poco que nos hayan caído la más reciente y apetecible novela de Paul Auster y la edición póstuma de una de las cinco versiones de esa última novela de García Márquez. Leer a estos dos autores es apostar a caballo ganador, al menos para mis gustos literarios.
Hablaba de las primeras ferias y celebraciones del libro que abren sus puertas con mucho éxito en distintas partes de Canarias. Ya ha pasado con mucha participación la de Telde, ahora viene la de Arrecife, y siguen las citas en distintos municipios, que suelen dejar muy buen sabor de boca. Parece que la pariente pobre de las ferias del libro en Canarias ha sido en los últimos años la de Las Palmas de Gran Canaria, su municipio de mayor población, porque las de Santa Cruz y La Laguna suelen cumplir con las expectativas. El renacer después de la pandemia parece que ha sentado bien a este tipo de actividades culturales, y ojalá este año la Feria de Las Palmas se sume a esa tónica positiva. Tal vez tenga incidencia negativa el hecho de que se celebre siempre con el Día de Canarias en medio, y no sé si eso ayuda, porque los puentes sacan a la gente de las poblaciones y a veces no compensa el esfuerzo de hacer una gran feria para que luego la gente se vaya a la playa o a un viaje corto.
Por lo pronto, este mes de abril ha puesto en mis manos nuevas publicaciones de autores y autoras canarias. Desde la literatura fantástica de la nueva entrega de Elio Quiroga, hasta el rescate por parte de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria de la monumental (en todos los sentidos) obra de nuestro gran renacentista Bartolomé Cairasco de Figueroa, muchas han sido las novedades de nombres ya bien conocidos y que forman partes de nuestra memoria literaria reciente: Juan Ramón Tramunt, José Luis Correa, Santiago Gil, Federico J. Silva, Rubén Benítez Florido, Víctor Álamo de la Rosa, Nicolás Melini, Pedro Flores, Luis León Barreto, así como la celebración de la progresiva normalización de las publicaciones de nuestras autoras vivas y el rescate de las que ya no están. Cecilia Domínguez Luis, Tina Suárez Rojas, Teresa Iturriaga, Alicia Llarena, Eva Alvarado, Silvia y Elisa R. Court, Pino Ojeda, Natalia Sosa y el reencontrarse con libros que empiezan a ser clásicos, como la novela de María Jesús Alvarado El Principito ha vuelto, o las voces de Paula Nogales, Olga Rivero Jordán y más palabras que regresan del pasado. Hasta logré hacerme con un ejemplar ya inencontrable de La Isla, un libro incalificable y precioso de Antonio de la Nuez Caballero.
Ahora se produce el fenómeno opuesto al silencio editorial de los años 80 del siglo pasado. Resulta que se repite una frase que ya suena a tópico: «Se escribe demasiado». Es decir, mucha gente, incluso escritores renombrados, se quejan de que hay demasiadas publicaciones, y que sería necesario hacer una criba. Yo no estoy muy seguro de que eso sea del todo cierto, porque en los años 80 se publicaban en España alrededor de sesenta y cinco mil títulos cada año (incluyendo reediciones de los clásicos y libros de toda clase, no solo de creación); pues resulta que, con datos del Ministerio de Cultura en la mano, la cifra de ediciones anuales es más o menos la misma, con lo que cabe preguntarse por qué antes no eran muchos y ahora sí. Eso tendrían que explicarlo los técnicos.
El caso es que lo que se percibe es que hay demasiadas publicaciones, y sigue habiendo quienes están a favor de una criba (no sé cómo se hace eso en una sociedad democrática en la que está consagrada la libertad de expresión). Por supuesto, el argumento es la
calidad, y cada escritor seguramente piensa que sus obras entrar en el nivel exigido y que los que deben ser suprimidos son otros. Mi idea es que nunca hay demasiados libros, la tragedia es que haya pocos lectores, y en cuanto a la calidad, los propios lectores van poniendo las cosas en su sitio. Es cierto que las grandes promociones editoriales lanzan al mercado mucha basura de se vende muy bien, pero ese es un problema comercial, incluso ecológico, no literario. Por lo tanto, me parece que es muy bueno que la gente escriba, porque el uso del lenguaje escrito es un factor fundamental para la formación y desarrollo del pensamiento, hecho que también se produce cuando se lee.
Siento un gran respeto por la escritura, proceda de una voz consagrada o de una nueva voz. Luego ya es cuestión de gustos y de la incidencia que cada obra tenga en el conocimiento de los lectores y lectoras. Pero censurar porque es nuevo, porque es desconocido o porque ha empezado a escribir a una edad avanzada me parece un suicido intelectual. Hay miles de niños, niñas y adolescente que se dedican al deporte, porque es bueno en sí mismo. Unos pocos llegarán a hacer de un deporte su profesión, y de estos y estas surgen nombres como Messi, Nadia Comaneci, Jordan o Navratilova. Eso sí, con la agresividad e incluso el odio que campa por todas partes, hay quien está esperando a que salga un libro para descalificarlo, hasta el punto de que publicar algo ya te convierte en sospechoso, cuando no delincuente. Y en esas estamos.
Y es esa legión de practicantes la que hace posible que surjan las grandes figuras. En literatura la maceración lleva muchas décadas, y a veces ni siquiera da sus frutos en vida del autor, porque para que podamos comernos un dulce mango tropical en plenitud han de pasar entre 20 y 40 años antes de que el árbol dé frutos, o la pulla Raimondi, un árbol andino que da su primer fruto a los cien años. De lo que se deduce que es muy imprudente y temerario decir que hay que apagar determinadas voces, porque tal vez hablen para ser escuchados dentro de mucho tiempo. Escribir y leer es un círculo que se retroalimenta y por ello necesita de nuestro respeto, y es por ello que saludo siempre cualquier libro que ve la luz.
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