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Este mes de septiembre vuelve a recordarnos la importancia de Canarias como camino de ida y vuelta a América, y especial crisol en el que se encuentra y se engrandece nuestra lengua, que, como decía Dámaso Alonso, ayer fue castellano y mañana hispanoamericano (creo que ya lo es). Si la última semana se celebró una edición más de Festival Hispanoamericano de Escritores en Los Llanos de Aridane, la semana anterior tuvo lugar en Las Palmas de Gran Canaria el XV Congreso de nuestra lengua, con el recordatorio de que el I Congreso se celebró también en esta ciudad hace 44 años, iniciando una dinámica que ha ido convirtiendo los estrechos caminos de antaño en vías de comunicación, pues en este largo camino de encuentros, aunque la literatura siempre es uno de los pilares del idioma, también se ha profundizado en el uso de una lengua común de muchos millones de personas.
Así que, satisfecha mi alma de escritos por un lado y las de profesor de lengua por otro, hay que sumar los encuentros con viejas y nuevas amistades, sean de la calle de al lado o de lugares a miles de kilómetros, pero con el corazón latiendo al mismo ritmo. Este año no he podido estar en Los Llanos de Aridane, pero sigo con voracidad las comunicaciones que informan de este encuentro, siempre hermoso por la gente y el lugar. Claro, que te pierdes esos encuentros, a veces insospechados, con alguien muy reconocido que resulta que te habla de un libro tuyo de hace veinte o treinta años. Eso sorprende, porque nunca sabemos el alcance que tiene un libro en el tiempo y en el espacio.
En el congreso de las Palmas, la semana anterior, pude compartir con personas interesantísimas. Una de ellas es la novelista y ensayista argentina Luisa Valenzuela, tan grande en la creación como en el análisis y una de las voces intelectuales más respetadas de nuestra lengua. Es admirable la vitalidad y la curiosidad de esta mujer, que ya es octogenaria, pero con la misma energía que la ha llevado a ser una cima del conocimiento. Tal vez se estén retrasando en darle el Premio Cervantes; veo a pocos por delante de su linterna, porque ella es de las que van delante, alumbrando.
Una de esas noches, nos reunimos alrededor de una mesa de mi venerado Hotel Madrid un grupo de hombres y mujeres, canarias, peninsulares e hispanoamericanas, unas ponentes del congreso, otras simplemente invitadas a compartir un rato fuera de la estricta disciplina. Yo era una de estas, y llegué con retraso a la cita, pero me encontré con una mesa reunida alrededor de la literatura, en la que yo hacía el número 13, como en La última cena. Coincidió mi llegada con un momento importante, porque el poeta, ensayista y catedrático Vicente Cervera, acababa de leer uno de sus poemas, y la mesa entera estaba emocionada e impresionada. Siguió la velada, y no dejaban de decirme que había sido una pena mi retraso, pues me había perdido un momento mágico. Tanto lo dijeron, que al final hicieron que el poeta volviera a leer su poema, y era obvio que lo hacía como amable regalo hacia mí.
Vicente Cervera es un gran intelectual, un exquisito poeta y sin duda posee el don de la comunicación que no siempre coincide con el de la poesía, aunque se trate de grandes poetas. Leyó sus versos, que casi sabía de memoria, mirándome con fijeza, estaba leyendo para mí, y aunque los demás también escucharan, yo sentía cada palabra como una campanada porque estaba dirigida a mi persona. La emoción volvió a la mesa, y el más emocionado era yo, pues estaba viviendo algo que no pasa casi nunca, y es que un gran poeta esté recitando para que yo lo escuchase, con el mismo esmero que lo habría hecho ante un gran auditorio. Para mí fue lo mejor del congreso.
Yo no sabía qué decir, pero estaba metido en el túnel del tiempo y volvió a mí una canción que la cantante catalana Marina Rossell, miembro de la llamada Nova cançó, grabó en 1978. Es una vieja habanera del maestro Frederic Sirés i Puig, que compuso la letra y de la música en 1924. Me refiero a La gavina (la gaviota), que hace cincuenta años era casi un himno, y habla de una niña que le pide a una gaviota que, si encuentra a su vieja muñeca de trapo perdida en una playa perdida, le dijera que no la había olvidado. Un argumento tan sencillo se convierte en algo muy grande de la mano de la poesía y de la música. Fue aquel un tiempo en que mi generación miraba hacia Cataluña, porque iba muy por delante, y todos los veranos la Costa Brava se llenaba de profesorado canario que acudía a las Escuelas de Verano que llevaban el nombre de la gran pedagoga catalana Rosa Sensat.
Hace unos años, Marina Rossell dio un recital en la sala pequeña del Auditorio Alfredo Kraus. Yo escuchaba todas las canciones con devoción, pues me estaba devolviendo un tiempo hermoso. Cuando llegó el momento de cantar La gavina, se adelantó en el escenario y no dejó de mirarme durante todo el tiempo de la canción. Se debió dar cuenta de que yo entendía lo que significaba el ruego de aquella niña a la gaviota, y aunque en la sala había cientos de personas, yo sentí que la había cantado para mí. Ese fue el momento que volví a vivir cuando Vicente Cervera me recitó su poema. Aprendimos mucho de aquella Cataluña, y la amábamos por su grandeza y generosidad. Ahora se ha sembrado la desconfianza y esa es la peor de las simientes, por lo que no me duelen prendas acusar a quienes lo han hecho, por una y otra parte. Y entre un poema y el recuerdo de una habanera especial, sigo preguntándome, como Vargas Llosa en Conversación en la Catedral, en qué momento se jodió el Perú, que entonces era el entendimiento, el respeto, la generosidad, el afecto y la solidaridad. Qué pena.
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