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Los vegetales son el contrapunto del mundo animal para el equilibrio de la vida en La Tierra. Es algo que sabemos desde tiempos remotos, pero ignoramos la evidencia. Si hacemos un recuento de la cantidad de cada una de las especies animales hasta la llegada de revolución industrial, vemos que el número de animales se ha mantenido estable durante milenios, pero los humanos han aumentado exponencialmente, hasta el punto de que estamos a punto de morir de éxito. Ese pulso entre vegetales y animales se rompió, porque la era industrial se llevó por delante ese vaivén medioambiental. Las máquinas de vapor y el humo del carbón acabaron con la limpieza del aire y con grandes extensiones de bosques, como ocurrió en Gran Canaria con la Selva de Doramas, convertida en combustible que repostaban los barcos en los puertos canarios. Y nos hemos olvidado de la imprescindible presencia de los árboles como elemento fundamental de contrapeso vital.
Entre la mano del hombre, sus descuidos y las fuerzas de la naturaleza, parece que empieza a desvanecerse el paisaje que siempre nos acompañó. Hace poco se derrumbaron los laureles de la plaza de San Bernardo, el famoso Árbol Bonito y se han venido abajo las palmeras gemelas de la zona del Pambaso, en el risco de San Nicolás. Estas palmeras están en las retinas de todos nosotros porque eran centenarias y, además, las hemos admirado en su juventud cuando fueron pintadas por Jorge Oramas, desde la perspectiva de las ventanas del edificio del Hospital de San Martín, donde Oramas pintaba el futuro de los riscos de la ciudad. Ese desvanecimiento del paisaje empezó a acelerarse cuando, en 2005, la tormenta tropical Delta hundió en el mar el Dedo de Dios, que señalaba desde la costa de Agaete el camino del cielo. Tenemos noticias de que en 1610 un vendaval arrancó en la isla de El Hierro el mítico árbol del agua, el Garoé, y que en 1684 otra ventolera tumbó el gigantesco Pino de las Maravillas de Teror, que consta en la tradición como el lugar de la aparición de la Virgen a la que dio nombre.
Como vemos, los árboles marcan nuestra tradición histórica, además de otros elementos naturales o artificiales que, por lo visto, tienen fecha de caducidad. Nunca pensamos que desaparecería El Dedo de Dios, y se nos hace muy cuesta arriba pensar que un día falte el vetusto drago de Icod de los Vinos (otro de nuestros árboles míticos que todavía sigue ahí), pero las palmeras del Pambaso, el Garoé o el Pino de las Maravillas nos recuerdan que en este planeta todo está de paso, no solo lo seres humanos. Tenemos la fortuna de haber conocido y disfrutado de algunos de esos símbolos en plenitud, como hubo generaciones que conocieron el Pino mítico o bebieron agua que destilaba el Garoé.
El pinar en Gran Canaria es como un acordeón. Fue frondoso en tiempos, luego las montañas centrales quedaron casi peladas, y fue en la segunda mitad del siglo XX cuando las repoblaciones forestales reverdecieron el paisaje insular. No en todo, ni siquiera en todo lo ecológico, cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero lo que en los años cuarenta y cincuenta criticaban los campesinos, durante la desaforada campaña del Cabildo del legendario presidente Matías Vega Guerra para plantar pinos y más pinos, se está viendo que no era un capricho, porque la sabiduría popular almacena experiencias.
Se plantaron millones de pinos, pero es obvio que solo se pensaba (seguramente de buena fe) en teñir de verde la isla, sin criterios biológicos y ni estrategias de cómo la propia naturaleza ha distribuido siempre los bosques. Se hizo un solo bosque, sin espacios que
aislaran zonas, y por eso pagamos la factura con incendios que pueden arrasar toda la isla porque el combustible no cesa. La escasa distancia entre plantas hace que los matorrales se conviertan en verdaderas selvas en las que hay que entrar con machete. Y la laurisilva se reduce a unas cuantas reservas, cuando sabemos que estos árboles son los que generan agua atmosférica. Recuerdo perfectamente cómo, en mi niñez, buena parte de la cumbre arbolada era un erial. Se hizo lo que se hizo, pero hoy sabemos que se hizo mal. Ese avance boscoso es irrenunciable, de manera que hay que buscar el modo de combinar las tecnologías forestales más modernas con los conocimientos tradicionales, porque estoy convencido de que la verdad total no está en ninguno de los dos extremos, sino en la conjunción de ambos.
Luego está el arbolado de las zonas urbanas. Los ayuntamientos se empecinan en talar todo lo que sea verde, y por eso les llamo la atención sobre la ciudad colombiana de Medellín, con dos millones y medio de habitantes y metida en el fondo de un valle que es una hoya, con lo que el calor es asfixiante y la contaminación un peligro para la salud. Pues esta ciudad decidió en 2016 (ocho años, no hace tanto) crear corredores verdes de arboledas por toda la ciudad. Pues solo en esos ocho años la temperatura media ha bajado tres grados y la contaminación ya es respirable. Y se ha hecho desde la ciencia, plantando los árboles apropiados. Por ejemplo, han comprobado que el árbol del mango tiene una casi mágica capacidad de absorción de impurezas tóxicas de aire, y hay verdaderos bosques de este árbol. Es científicamente posible, y ya Bogotá y Barranquilla, otras dos ciudades colombianas, siguen el ejemplo de Medellín; por supuesto teniendo en cuenta altitud, clima y otros parámetros.
Y aquí seguimos tirando por la borda la sabiduría de Sventenius o, más tarde, Kunkel (menos mal que estaba él, porque en los años 70 logró parar la urbanización de Tamadaba, con teleférico incluido, lo que le costó el puesto), y el valiosísimo patrimonio científico del Jardín Botánico Viera y Clavijo. Todo se arregla con una sierra mecánica. Sigo interesado por saber si para presentarse a concejal es necesario acreditar el certificado de un curso de tala. Parecen empeñados en fabricar desiertos.
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