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El miedo sostiene la atención del público. Da lo mismo el motivo; un virus sanitario de reciente aparición, un virus informático, una noticia viral. Los tambores del brexit, las andanadas a la infancia y en la escuela, la llegada de emigrantes contada sólo como el drama de las pateras, la última desventura del fuego. La frecuencia del miedo se acelera, circula tan rápido que parece subvencionado.
Poco importan los matices. El color aporta tanta contundencia que la audiencia queda satisfecha en la primera pantalla. De cualquier cosa. El miedo actual circula a la velocidad de la imagen. Frente al impacto, no hay ciencia que valga; es el triunfo de los idiotas. No es casualidad que desde el mayor imperio de Occidente hasta la alcaldía más pueblerina se prodiguen los gestores imbéciles, la estupidez vestida con traje y (no siempre) corbata.
El miedo es la raíz de la impunidad; cualquier tropelía es convalidada como una intervención salvadora. Se pueden talar todos los árboles de la ciudad, se pueden manipular leyes y gobiernos para denigrar adversarios o para segar las críticas, se puede prender fuego a toda la selva. No pasa nada. Las razones se degradan en simple rebeldía. Así es como el miedo derriba el conocimiento. No hacen falta mayorías; basta con elevar el ruido. Sólo ese camuflaje permite decir una cosa y la contraria en pocas horas. Y gobernar sin miedo a perder el sueño.
La comunicación es el charco donde fermenta el siglo XXI, no hay virus más infeccioso. Basta un estornudo, un simple clic, un comentario ignorante para contaminar el entorno. La mentira no tiene cura, no se aísla a los portadores, no se fabrican mascarillas que frenen su expansión. Sólo hay una protección eficaz, pero es muy frágil. Leer mucho, y aprender a separar el trigo de la paja.
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