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Uno se preguntaba hace unas semanas con macabra inquietud cuándo le tocaría de nuevo a España. Alemania, Francia, Bélgica, Inglaterra. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? Tocó en Barcelona. Ya no estamos seguros, puede ser cualquiera. Vivimos condicionados, sospechando del vecino. Ellos han ganado.

El 14 de septiembre de 2001, el presidente Bush declaró la guerra al terrorismo. Una guerra sin límite temporal, sin límite espacial y con un enemigo difuso que va definiéndose sobre la marcha, muchas veces en función de oscuros intereses políticos y económicos de empresas petroleras y armamentísticas. Una guerra, a la que en su momento se sumó el Gobierno español, por la que se justifican múltiples actos de terror: se han matado a cientos de miles de personas, se han destruido culturas milenarias, se han creado cárceles secretas, Guantánamos, se ha legitimado la tortura... Y todo ello, en defensa de nuestra civilización. Las víctimas civiles solo son daños colaterales que asumimos sin rubor. Paralelamente a la guerra en el exterior, en el interior se acelera el establecimiento de leyes destinadas a limitar o suprimir derechos fundamentales.

Nos dicen que hay una guerra contra nuestra civilización, y el miedo se expande como un virus. Siempre el miedo. El miedo a no tener trabajo, el miedo a perderlo, el miedo a que te echen de casa, el miedo a no tenerla nunca, el miedo a nuevas enfermedades... Tenemos las sociedades más seguras desde que el ser humano está sobre la tierra, con el índice de criminalidad más bajo, con el índice de longevidad más alto y, sin embargo, pareciera que siempre estamos atemorizados. El Estado potencia ahora el miedo por excelencia que parece ocultar todos los demás: el miedo al terrorista, al enemigo, a una amenaza invisible permanente que viene del exterior, y que pretende, nada menos, que «acabar con nuestra civilización» y con la que tenemos que estar siempre en guerra.

El terrorismo es la principal amenaza a la que se enfrenta Occidente. Y Oriente. Viven entre nosotros y aparentemente son como nosotros. Apenas dan muestras de un proceso de radicalización que les convertirá en terroristas. Su adoctrinamiento les hace adoptar rasgos de psicópatas. No existe empatía alguna con su entorno. Por eso son tan peligrosos.

Están entre nosotros y suponen un peligro real. Los últimos atentados yihadistas son un claro ejemplo de lo fácil que resulta matar.

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