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Confinamiento de paredes blancas

Confinamiento de paredes blancas

La belleza insólita de las calles de Madrid que se disfruta por la ventana desde el salón convertido en trinchera se vuelve una hidra de siete cabezas al cruzar el umbral de la puerta.

Lunes, 11 de enero 2021, 09:10

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La estampa idílica de los tejados de Madrid con un manto blanco y refulgente de medio metro de espesor es de una belleza sobrecogedora. Una imagen hermosa que corta el aliento y se graba en la retina. Y eso es casi todo lo bueno que puede decirse de la inédita capa de nieve que colapsa la ciudad. El gozoso entusiasmo infantil con el que todos festejamos que los copos comenzaran a cuajar sobre los árboles y a difuminar el límite entre la acera y los adoquines no tardó en dar paso a la evidencia de que la nieve en abundancia y el ritmo vital de una gran urbe son en esencia elementos incompatibles. Ya lo sabíamos, estábamos avisados, pero siempre tendemos a pensar que no será para tanto.

Esta tormenta de nieve que ya lleva el sello de histórica -como casi todo lo que sucede de un tiempo a esta parte- ha obligado a quienes vivimos en el centro de Madrid a quedarnos en casa y contemplar la vida por la ventana. O sea, lo mismo que ya teníamos que hacer para tratar de frenar los contagios del maldito virus que nos trae de cabeza desde 2020, pero ahora con treinta centímetros de nieve en el alféizar y calles intransitables. Otro círculo que se añade al perímetro pandémico, aunque este nuevo con entidad física en estado sólido.

Si una isla puede ser una celda de muros azules, según el certero verso de Pedro Lezcano, Madrid es ahora una ciudad confinada por paredes blancas. La belleza que se ve a través de los cristales se torna una hidra de siete cabezas cuando se cruza el umbral de la calle. Resbalones, vías cortadas, vehículos que patinan, desprendimientos de trozos de hielo de las cornisas, ramas que no resisten el peso y caen cortando el paso -si es que no pillan a alguien debajo-, la terca humedad que acaba por traspasar el calzado, el frío que entumece las manos aun con guantes… El eco de las risas de los primeros juegos ya ha desaparecido, los muñecos de nariz de zanahoria comienzan a derretirse y ahora lo que se oye son improperios de grueso calibre por las esquinas.

Los vecinos reactivan las redes de solidaridad y alertan de las incidencias. No está la cosa como para salir a dar un paseo lúdico. Ya se encargan otros de alimentar las redes sociales y los egos con fotos y vídeos hasta la fatiga. Con la nevera llena y calefacción central -doble privilegio en los tiempos que corren- la casa se torna refugio confortable para atrincherarse del mal tiempo el fin de semana. Sofá, libros y Netflix. Hoy hago mía la frase con la que nos contestó un invierno ya lejano una compañera de piso, habituada a quitar la nieve a palazos de la puerta de su casa en un pueblo de Burgos, cuando el grupo de canarias que estudiábamos en Madrid la despertamos para bajar a ver nevar: «¿Nieve? Te la regalo».

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