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Íñigo Gurruchaga
Corresponsal en Londres
Jueves, 31 de diciembre 2020, 09:43
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El 'brexit' es la expresión inglesa de un malestar extendido en países ricos y que se agravó tras la crisis financiera de 2008. En Francia, Italia, Alemania, Holanda, Finlandia, Grecia o España, movimientos políticos crecidos en torno a un sentimiento de indignación han quebrado o debilitado a los partidos tradicionales. La elección de Donald Trump en Estados Unidos tuvo el mayor impacto universal.
Quizás los principales factores sean la desindustrialización como consecuencia de la integración de China, India, Brasil, México o países de Europa del Este y África en cadenas de producción de un capitalismo global y el impacto añadido en el empleo de nuevas tecnologías. En Reino Unido, quinta economía del mundo y una de las más abiertas, los efectos de ese cambio son agudos desde la década de los ochenta.
El aumento de la disparidad entre rentas del capital y del trabajo se ha traducido en estancamiento o retroceso del poder adquisitivo de los salarios, en la carestía de la vivienda y en la proliferación de «trabajos de mierda», según la sucinta definición del antropólogo anarquista David Graeber. La ex primera ministra Theresa May hablaba a menudo de una sociedad en la que muchos «sobreviven con apuros».
Los laboristas de Tony Blair invirtieron en servicios públicos, pero la regeneración en lugares que habían perdido el orgullo de producir carbón, y textiles o maquinaria para medio mundo, fue construir centros comerciales, pasto para consumidores endeudados. Conservadores y liberal-demócratas respondieron al desplome de la exuberancia financiera con austeridad radical de los ayuntamientos, agudizando el deterioro de la experiencia local.
David Cameron se apartó de aspectos del 'thatcherismo', promoviendo la idea de una 'Big Society', de una sociedad más cooperativa en sus estructuras locales, pero la capacidad para gobernar de los conservadores estaba siendo amenazada por el creciente respaldo en sus circunscripciones electorales al Partido por la Independencia de Reino Unido (UKIP), liderado por el eurodiputado Nigel Farage. Como el Frente Nacional en Francia, la Liga Norte o el Movimiento Cinco Estrellas en Italia, el UKIP ofrecía una mezcolanza de políticas genéricas que podrían asociarse a la izquierda o a la derecha, y dos de tinte nacionalista, el euroescepticismo y la anti-inmigración. Cameron convocó el referéndum en 2016 para frenar la fuga de votantes al partido de Farage.
Llamó a las urnas cuando la austeridad presupuestaria causaba estragos en los segmentos sociales con rentas bajas. A la suma de males económicos, habría que añadir que Reino Unido había tenido dos malas guerras en Afganistán e Irak, que la inmigración europea había crecido rápidamente y que el ascenso del islamismo violento había espoleado al racismo antimusulmán.
Buena parte de la prensa martillea mensajes contra la Unión Europea desde hace décadas, empresarios se quejaban del lastre de regulaciones, la evolución de la UE restó importancia al voto británico y el sistema legal 'continental' anegaba la tradición constitucional inglesa, la crisis del euro y el rol de la troika en el drama griego dañaban la reputación de la Unión... El resultado de la consulta dividió a las élites británicas, a los dos principales partidos, a los sindicatos. Enfrentó a la voluntad de la mayoría (52%-48%) con el Parlamento, donde el apoyo a la permanencia en la UE ganaba con holgura. Cameron había quebrado el principio constitucional británico que da supremacía al Parlamento con un referéndum que, en teoría, era consultivo.
May, votante por la permanencia, añadió confusión al entuerto. Tras unas elecciones desastrosas en 2017, su supervivencia en la Cámara de los Comunes dependió a partir de entonces de los votos de los diputados del Partido Unionista Democrático (DUP), de Irlanda del Norte, y de la disciplina en su grupo parlamentario, escindido agriamente entre corrientes. Su solución para evitar una frontera en Irlanda fue mantener a todo el país en la unión aduanera de la UE, obligado a seguir su política comercial. Era 'brino' ('brexit' solo por el nombre) y el Parlamento lo rechazó. La mayoría favorable a la permanencia fue incapaz de ofrecer una alternativa, por la negativa de los liberal-demócratas a formar un Gobierno presidido por el laborista Jeremy Corbyn.
Reino Unido pasó a ser gobernado por dos periodistas, Boris Johnson y Michael Gove, que estudiaron sin buenas notas lenguas clásicas y literatura inglesa, respectivamente, y un gurú, Dominic Cummings, que acuñó los lemas de los dos eventos -'Recuperar el control' para el referéndum y 'Acabar el brexit' en las elecciones de 2019- que han transformado al Partido Conservador.
El voto de la clase obrera laborista decidió la consulta y dio la holgada mayoría a Johnson. Tanto el líder como Gove habían argumentado su apoyo al 'brexit' por el afán de recuperar la soberanía legal. Ahora, inspirados por la visión estratégica de Cummings hasta su reciente dimisión, emprenden un programa de nivelación de las desigualdades, fomentando las economías dañadas por la desindustrialización.
Es una política un tanto paradójica. Quiere reparar el daño padecido por esa nueva base electoral, impulsora de la marcha de una UE que poco tuvo que ver con la política económica, fiscal o monetaria de sucesivos gobiernos británicos. Cummings habría identificado la necesidad de subsidios, más allá de los límites de la UE, para respaldar nuevas empresas y empleos en esas áreas y tecnologizar la economía.
Es un gran cambio desde la crítica euroescéptica de Margaret Thatcher a la UE por su activismo de Estado y añadió a la agenda conservadora del 'brexit', enfocada en la recuperación de la independencia legal, el afán de autonomía para su política industrial. La negociación del Acuerdo de Comercio y Cooperación ha tenido esos dos pilares de soberanía en la perspectiva de Londres.
La traición de Johnson al DUP norirlandés, al que prometió antes de su elección como líder que nunca negociaría el establecimiento de aduanas entre la región y el resto de Reino Unido, significa que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea no desaparece del mapa, porque Irlanda del Norte pertenecerá a la unión aduanera británica y a la comunitaria, y en esta el tribunal de Bruselas tiene la última palabra.
Subsidios y competencia justa dependen en el Acuerdo de comités, paneles, consejos, procedimientos de información, coordinación y sanciones, que aplazan el destino de un texto que Charles Grant, director del Centro para la Reforma Europea (CER), describe como más parecido a un tratado de accesión, en el que las partes se citan para pactar en el futuro más áreas de colaboración. La ausencia de los servicios en el Acuerdo quizá permita a la City una mayor libertad fiscal para captar capitales de China o Singapur.
Reino Unido no pierde con el brexit la influencia que le dan su lengua, su Historia, su creación cultural. En seguridad y diplomacia será más rápido y flexible, quizás más débil. Y un exministro conservador y euroescéptico, Peter Lilley, que negoció la ronda de Uruguay del Acuerdo General de Comercio y Tarifas (GATT), cree que el efecto de estos tratados en el comercio se exagera, porque lo que realmente importa es producir cosas que otros quieran comprar.
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