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anje ribera
Martes, 13 de julio 2021, 20:04
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En Irak, como en muchas otras eternamente desgraciadas partes del planeta, el precio lo pagan siempre los mismos. A los que ya abonaron la factura de la dictadura de Sadam Hussein y la de la invasión encabezada por George W. Bush les toca ahora vivir en un país sin Estado desde que los estadounidenses volvieron a sus casas. Todo el sistema público se encuentra colapsado, un caos que en la noche del lunes -madrugada de este martes en España- costó la vida a casi un centenar de personas -una cifra oficial que se antoja corta porque otros tantas se encuentran heridos de gravedad- que habían acudido en busca de ayuda contra el covid y que se toparon de bruces con la muerte de la que intentaban huir.
«Vinieron para curarse y salen en féretros», es la frase que mejor refleja la rabia y la impotencia empapada en lágrimas que mostraron los familiares de las víctimas del incendio de la planta destinada a pacientes con coronavirus en el hospital Al-Husein de Nasiriya, en el sur del país.
La rabia es la que les dio fuerzas para buscar los cadáveres de hijos, padres, primos, sobrinos o vecinos entre los escombros aún humeantes y los restos de las setenta camas de la unidad en la que estaban postrados cuando el fuego les atrapó sin remisión. La misma cólera que apuntan hacia los políticos que dirigen una Irak sumida en la corrupción persistente y la mala gestión. Conforman la verdadera causa de la tragedia, aunque el detonante final fue la explosión de botellas de oxígeno alcanzadas por las chispas de un cableado defectuoso
«Este hangar no servía ni para acoger animales», afirmó tras contemplar la dimensión del desastre uno de los bomberos que junto a miembros de los equipos de rescate y vecinos acudieron, armados solo con linternas y mantas, para sofocar los focos que persistían y tratar de buscar supervivientes jugándose la piel en el horno mortuorio en que se convirtió de inmediato ese ala.
La negligencia presidió siempre el funcionamiento de este pabellón prefabricado que se levantó en diciembre sin el requerido aislamiento ignífugo. El propio presidente iraquí, Barham Salí, achacó la catástrofe a la «mala gestión», tanto a la hora de ponerlo en pie como de gestionarlo. «Minusvaloran las vidas de los iraquíes y evitan una reforma de las instituciones», manifestó a través de su cuenta de Twitter.
«Siempre es la misma situación. Todos los días los mismos mártires, las mismas tragedias. En este país son los hospitales de los pobres los que se incendian», se lamentaba Udaye al-Jaberi, que perdió a cuatro familiares. «Todo el sistema estatal ha colapsado, ¿y quién pagó el precio? La gente de aquí», añadió Haidar al-Askari, uno de voluntarios que trabajaban ayer retirando los cadáveres -la mayoría prácticamente inidentificables al estar carbonizados- en un escenario de techos hundidos, muros ennegrecidos y caídos, ropas quemadas desperdigadas por el suelo, sillas de ruedas y camas derretidas e incrustadas entre los escombros pero aún todavía calientes...
Hace dos meses ocurrió una tragedia idéntica en un hospital de Bagdad, en esa ocasión con más de 80 muertos en otra trampa mortal. Se abrió una investigación, como ocurrirá en este caso según adelantó el primer ministro, Mostafá al-Kazemi. Nada se sabe de aquella. Tampoco habrá noticias en este caso. Todo se saldará un duelo nacional de tres días para los ya conocidos como «mártires de Nasiriya».
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