La cara íntima de Joe Biden en la Casa Blanca
100 días como presidente ·
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100 días como presidente ·
El estilo campechano del nuevo mandatario y su gestión de la pandemia han despertado simpatías dentro y fuera de la mansión presidencialMercedes Gallego
Nueva York
Sábado, 24 de abril 2021, 23:49
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En física, a toda acción le corresponde una reacción igual o mayor pero en sentido contrario. En política, el péndulo del poder oscila de lado a lado cada vez que se empuja con la fuerza de las masas. Nada ilustra mejor esa ley de Newton que el contraste entre Donald Trump y Joe Biden.
El día en que los Biden llegaron caminando a la Casa Blanca el abismo del cambio se reveló mediante una puerta cerrada. El matrimonio la ignoró, o tal vez ni siquiera conocía el protocolo, pero los puristas se llevaron las manos a la cabeza. El presidente de EE UU nunca debe encontrarse la puerta cerrada. La banda tocó el himno, el mandatario abrazó a su gélida esposa y pronto se les unieron todos los miembros de la familia, pero la puerta seguía cerrada. Fueron apenas diez segundos más, que se hicieron eternos, hasta que se abrió desde dentro, sin guardias que la flanqueara ni ujier para recibirlos.
Horas antes el encargado de todo el personal que sirve la mansión había sido despedido fulminantemente sin mayor explicación por el nuevo equipo. Melania Trump lo había contratado en 2017 para sustituir a Angella Reid, la primera afroamericana en el cargo, fichada por Michelle Obama. Y aunque Timothy Harleth se esmeró en la transición con la esperanza de elevarse por encima de las divisiones políticas, Biden no quiso arriesgarse con un leal del Hotel Trump por los pasillos.
Antes de irse Bill Clinton llevó a los mayordomos a su armario para que eligiesen una corbata de recuerdo. Obama se abrazó a ellos. Trump se despidió en genérico, mientras recibía la bandera que había ondeado bajo su mandato. Al llegar los Biden congregaron a todo el personal en la Planta de Estado para saludarlos uno a uno. «Fue muy halagador», confesó uno de ellos a la revista New Yorker. «Normalmente se presentan en los primeros días o las primeras semanas, pero nunca en los primeros minutos».
El último año de Trump había sido caótico. El personal de la Casa Blanca se tomó la pandemia mucho más en serio que sus jefes y huéspedes, que caminaban por la mansión sin mascarilla. Según Harleth, apenas «siete u ocho» de los 90 empleados contrajeron la Covid-19, lo que supondría un 7%, pero otras fuentes elevan esa cifra hasta 48.
Trump prefería llenar los salones de estado con fiestas personales, ya fuera para servir hamburguesas a los jugadores de su equipo favorito o para celebrar los resultados electorales. Con Biden la mansión se quedó vacía. En plena pandemia, dio órdenes de que todo el que pudiera trabajara desde casa. Aparecieron cámaras en los escritorios para facilitar videoconferencias y se espaciaron las sillas en los eventos. La pareja presidencial no se quita la mascarilla hasta que sube a la segunda planta y, a diferencia de los Trump, que solo salieron a cenar en Washington una vez durante toda su presidencia, los Biden ya han recorrido restaurantes y cafés hasta para comprar los bagels del desayuno. Si Trump veía la Casa Blanca como uno de sus hoteles de lujo, con conserje a su disposición las 24 horas, su sucesor busca recuperar el sentido del hogar, porque hasta ahora la siente «como una jaula de oro», confesó a CNN en febrero. «Hay días en los que me despierto y le digo a mi esposa: Jill, ¿dónde diablos estamos?», dijo al presentador. «No sé cómo te has criado tú, pero a mí me hace sentir incómodo tener a alguien esperando para quitarme el abrigo».
Por no perder la conexión con la calle, cada semana incorpora a su agenda una conversación con un ciudadano de a pie, telefónica con una florista de California o en persona con el dueño de una ferretería. Pese a que todo rezuma estructura, le gusta saltarse el guión y hacer preguntas personales.
Austeridad
Los amplios bloques de «tiempo ejecutivo» que Trump disfrutaba a solas frente a su televisor de 60 pulgadas han desaparecido de la agenda. A sus 78 años el nuevo presidente empieza la jornada puntualmente a las 9.00 am y se retira a sus aposentos a las 7.00 pm. Lleva consigo un maletín con los documentos que quiere revisar y una agenda en el bolsillo de la chaqueta donde apunta cuidadosamente la última cifra de soldados caídos. Como su predecesor, está decidido a poner fin a las guerras interminables, solo que a Trump le molestaba gastar dinero en hacer de policía del mundo y a él le pesa la memoria del hijo fallecido que sirvió en Irak.
Las llamadas con líderes extranjeros se preparan exhaustivamente, aunque como conoce personalmente a muchos de ellos algunas acaban siendo largos reencuentros. Su primera con Xi Jinping duró más de dos horas. Los briefing de inteligencia que Trump prefería resumidos en una sola página han recuperado la estructura de grupo de los tiempos de Obama. Primero se lo leen y subrayan. Ya en el Despacho Oval interroga al oficial de inteligencia y deja 10 o 15 para discutirlos a solas con el equipo de Seguridad Nacional.
El jefe marca el estilo. Los maletines y carpetas desfilan por el Ala Oeste entre los vacunados que han vuelto a las oficinas. La portavoz Jen Psaki, a la que Biden encargó que dijera siempre la verdad y nada más que la verdad, aparece cada día en la sala de prensa con una abultada carpeta marcada con pestañas de colores. Nunca pierde los estribos. No hay una mala contestación.
Trump llegó a castigar a la prensa con más de un año sin conferencias de su portavoz, pero a cambio contestaba a preguntas cada vez que le ponían una cámara delante. Biden ha restaurado la tradición de informar a diario, pero se mantiene alejado de los micrófonos: apenas una conferencia de prensa en cien días de mandato. Y eso porque su resistencia alimentaba los rumores de pérdida de reflejos que Fox le achaca.
Su mujer no ha querido dejar de trabajar. Por primera vez una primera dama alterna las labores de estado con un trabajo diario. Jill Biden, de 69 años, da clases en la universidad pública del Norte de Virginia (NOVA), aunque la pandemia le ha permitido una fórmula híbrida entre el zoom y las clases presenciales, no por su gusto. Pidió al decano sentarse en el aula con la cámara encendida para separar el trabajo de la Casa Blanca, pero se le denegó. Dicen que nunca menciona su vida de Estado ni intercala una anécdota. Quiere que se la conozca como la profesora Jill, nada más.
También el presidente quiso convencer a los servicios secretos para que les dejaran coger el tren los fines de semana que van a su casa de Delaware, donde se sienten más cómodos, en lugar de volar en el ostentoso Air Force One. Más fácil, más barato para los contribuyentes, más ecológico para el medio ambiente... Pero no, la seguridad no lo consintió. Si quieren ahorrarle algo a las arcas del estado, que descansen en Camp David, a tiro de helicóptero. Trump consideraba la residencia vacacional de los presidentes en las montañas de Maryland «demasiado rústica» y prefería su campo de golf en Bedminster (New Jersey) o el club de Mar-a-Lago en Palm Beach (Florida), donde cobraba a los servicios secretos 17.000 dólares al mes por una cabaña, en comparación a los 2.500 que les cargaba Biden cuando era vicepresidente.
Aceptación
Como solución de compromiso, desde marzo vuela a casa en el helicóptero Marine One. Allí le esperan sus nietos, que ocasionalmente ponen un toque de juventud a la primera Casa Blanca sin niños en tres décadas. El presidente ha elegido la Iglesia católica de la Santísima Trinidad en Washington para sus oraciones, pero la de St Joseph en Wilmington tiene algo que ningún otro templo podrá darle: las tumbas de su hijo Beau, fallecido de cáncer a los 46 años, y las de su primera esposa Neilia y su hija Naomi, de trece meses, fallecidas en 1972 durante un dramático accidente de coche.
'Amtrak Joe' se precia de ser un hombre sencillo que, según American Research Group, llega a sus primeros cien días de gobierno con un 59% de aprobación, frente al 39% que tenía a esas alturas Trump, el 61% de Obama o el 55% de George W. Bush. Está viviendo su luna de miel con la prensa, las bases progresistas y los legisladores de su partido, en buena parte porque su predecesor llevó el péndulo hasta el otro extremo, pero también porque ha cumplido su gran promesa de controlar la pandemia. Estos primeros cien días han sido los más amables. A partir de ahora empiezan los sinsabores.
Día 20: Biden aprueba una batería de 17 órdenes ejecutivas con las que frena la salida de la Organización Mundial de la Salud (OMS), reincorpora EEUU a los Acuerdos del Clima de París, detiene la construcción del muro con México y restituye los derechos de los 'soñadores'.
Día 25: Acaba con la prohibición de que los transexuales sirvan en el ejército.
Día 26: Acaba con el uso de prisiones privadas por parte del Departamento de Justicia.
Día 27: Congela las concesiones a empresas petroleras y de gas .
Día 28: Mejora el acceso a Medicaid de personas de bajos ingresos.
Día 2: Crea un grupo de trabajo para reunir a las familias separadas en la frontera.
Día 4: Anuncia que suspende cualquier apoyo a Arabia Saudí en la guerra con Yemen.
Día 24: Anula la calificación de 'ciudades anarquistas' atribuida a Portland (Oregón), Seattle (Washington) y Nueva York tras los disturbios raciales.
Día 2: La Casa Blanca sanciona a nueve altos cargos rusos y siete empresas por el envenenamiento y posterior detención de Alexei Navalny.
Día 11: Firma el American Rescue Plan Act de 2021, el gran logro legislativo de sus primeros cien días. El paquete de estímulo para reactivar la economía es un plan de 1,9 billones de dólares. Contiene ayudas directas a todos los ciudadanos que ganen menos de 100.000 dólares al año.
Día 15: Por primera vez una nativa americana, Deb Haaland, entra a formar parte del gabinete, como secretaria de Interior.
Día 18: Biden cumple la promesa de cien millones de vacunas en los primeros cien días y la dobla a doscientos.
Día 14: Biden anuncia que retirará todas las tropas estadounidenses de Afganistán antes del 11-S, a 20 años de los ataques.
Día 15: El gobierno expulsa a diez diplomáticos rusos y sanciona a 32 individuos y empresas tecnológicas por el ciberespionaje ruso.
Día 11: La vacunación se abre a todos los estadounidenses mayores de 16 años, casi mes y medio antes de la fecha prometida.
Día 22: Biden se compromete ante la ONU a reducir a la mitad en 2030 las emisiones de gases de efecto invernadero.
Llegar al poder en el ocaso de la vida tiene sus ventajas. En su única conferencia de prensa, el presidente Joe Biden dio titulares al decir sin mucha convicción que su plan es presentarse a la reelección, algo de Perogrullo para cualquier otro. «Me queda mucho por hacer, ya me preocuparé por el segundo mandato cuando llegue», atajó.
El miedo a perder la reelección frena la agenda de casi todos los presidentes. A sus 78 años, Biden es el más anciano que haya llegado a la Casa Blanca. Presentarse de nuevo como octogenario no resulta creíble, lo que deja el campo libre a su segunda de a bordo para romper el techo de cristal que Hillary Clinton solo pudo agrietar. «Me veo a mí mismo como puente, hay toda una generación de líderes detrás de mí que son el futuro de este país», dijo durante las primarias.
Nunca antes ha habido un presidente que llegase con la perspectiva de un solo mandato, lo que le hace pensar más en su legado que en la próxima campaña electoral. Biden quiere ser Roosevelt, recordado por otro New Deal como el que sacó a EEUU de la Gran Depresión, pero tiene la oportunidad de ser un anti Reagan que acabe con la idea de que «el gobierno es el problema, no la solución».
Es otra ventaja de la edad. Aquellos que olvidan la historia están condenados a repetirla, pero cuando Reagan pronunció esas palabras Biden ya las escuchaba desde su escaño. En 1996 oiría a Bill Clinton decir que «la era del gran gobierno se ha acabado», pero 'Amtrak Joe' sabe que inyectar dinero a las grandes empresas no repartió la riqueza sino que enriqueció a las élites con cada bajada de impuestos, capitalizada en la siguiente elección.
La pandemia le ha dado la oportunidad de demostrar que para los grandes males solo el gobierno federal, y no los estados, puede enfrentar los grandes gastos y dictar las regulaciones necesarias. Los estados, siempre compitiendo para atraer capital con deducciones fiscales, tampoco pueden fijar la tasa necesaria para seguir construyendo carreteras, puentes y ferrocarriles.
Sorprendentemente, su plan de financiar la modernización del país con un aumento del impuesto de sociedades empieza a tener eco en algunos republicanos, descontentos con que las pequeñas empresas paguen más que las multinacionales. Lo mismo que hubo demócratas de Reagan, el mejor legado de Biden sería abrir surcos en la férrea oposición que ha dejado Trump, para sacar brillo a la clase media ahogada en la orgía del capitalismo.
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