Secciones
Servicios
Destacamos
Casi todos los poetas que queríamos ser malditos a los veinte años mirábamos a Leopoldo María Panero. Estábamos en el café Manuela, en Malasaña, y cuando nos pasábamos con los vinos siempre había alguien que decía que había que ir a Mondragón a liberar a Panero. Por aquel Café que entonces congregaba a buena parte de la fauna bohemia malasañera paraban algunos amigos de Leopoldo que lograron traerlo alguna vez a leer sus poemas. Luego le perdí la pista muchos años hasta que lo volví a encontrar en la librería Canaima de Las Palmas de Gran Canaria. Estaba recién llegado y sobre la marcha conseguimos pactar una entrevista en Diario de Las Palmas. Lo seguí viendo todos estos años, unas veces en el Esdrújulo, donde Adolfo García lo trataba como si fuera su padre, otras en los bancos de Triana o alguna que otra vez de nuevo en Canaima, revolviendo libros de poetas olvidados o encargando algunos de los tratados de Psiquiatría con los que intentaba entender este mundo con tantas falsas etiquetas.
Cada dos por tres me paraba para que le comprara alguno de sus libros recién editados. No hababa mucho con él: prefería la coherencia de su palabra escrita a la dispersión irremediable de sus charlas. Sí recuerdo las colas que se formaban cada vez lo veía en la Feria del Libro de Madrid. Un año me tocó firmar justo enfrente de donde estaba. Era de los pocos que lograban aquellas largas colas en El Retiro mientras casi todos los demás solo mirábamos pasar a la gente. También era uno de los pocos escritores residentes en Canarias a los que los diarios nacionales le dedicaban cada dos por tres una doble página en Cultura. Él era el primero que reconocía la trascendencia de su propio personaje. Pocos de los que lo veían cada día recostado en los bancos de la calle de Triana podían imaginar que estaban ante un escritor que acabará en los manuales de Literatura. Su entrada en los Novísimos de Castellet le abrió desde muy joven las puertas de la gloria literaria. También su apellido y la sombra, siempre exagerada, de su propio padre y todos sus aledaños.
El jueves, una amiga poeta, María José Vidal Prado, publicaba en Facebook un poema que le había dictado Leopoldo María Panero en uno de sus encuentros por las calles de Las Palmas. Escribía lo siguiente: “El genio de no existir./ El privilegio de no existir./ El genio de la vida/ cayendo a mis pies./ La ruindad de la vida/ y el terror de existir.” Para Leopoldo María Panero vivir fue un verbo que solo pudo llegar a entender escribiendo mucho más allá de su propia locura, donde dicen que se atisban los espejismos de los versos que jamás alcanzan a ver los que tienen la osadía de declararse cuerdos.
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Sigues a Santiago Gil. Gestiona tus autores en Mis intereses.
Contenido guardado. Encuéntralo en tu área personal.
Reporta un error en esta noticia
Necesitas ser suscriptor para poder votar.