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El presidente de Canarias anunció el otro día en el Parlamento la generosa aportación de casi 25 millones de euros para comprar libros de texto a los hijos de la austeridad. Casi a la misma hora, la Guardia Civil daba cuenta de la banda de menores detenidos por robar 171 ordenadores en varios colegios del sureste grancanario. Son dos formas dispares de rentabilizar la educación pública, dos ejes de la discusión sobre su eficacia. El esfuerzo de pagar los libros a quien no puede aporta un barniz ético que soslaya otros análisis más profundos sobre el valor actual de la enseñanza como herramienta de cambio social. Al apostar por esa fórmula, se está indicando que la primera herramienta educativa debe seguir el cauce tradicional, frente a alternativas que cuestionan la utilidad de la herramienta. Así lo demuestran esos guayetes de Vecindario, tan interesados en el uso de las nuevas tecnologías en el aula. Recurso didáctico éste que por cierto, no ocupó ni una sola línea del discurso presidencial, como tampoco le interesó a sus antecesores. El envejecimiento del profesorado canario ayuda a gestionar las aulas con esquemas obsoletos, contribuyendo así a la creciente brecha cultural antes que a recortarla. El idioma, por ejemplo. Hace seis años, un gobierno del mismo color que éste anunció que Canarias sería bilingüe en 2020. Cuando apenas faltan tres años para ese día, todavía se está redactando un plan para promover el aprendizaje de lenguas extranjeras, de forma que «en un horizonte estimado de unos 7 años» los alumnos terminen el bachillerato «con al menos un nivel B2 de inglés», según la última previsión del presidente Clavijo. Los contenidos canarios de esos libros gratuitos, y el menguante afán por difundirlo, explican la desnutrición pedagógica de las escuelas. Algunas carencias, con el tiempo, hacen más daño que el hambre.
