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Fuego y agua, verde pinar

Jueves, 1 de enero 1970

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Gran Canaria, sus gentes, sus generaciones futuras, no olvidarán fácilmente el verano de 2007, convertido ya en una página ineludible de su historia sobre la que se deberá fomentar una reflexión detenida, minuciosa, clarificadora y sin reserva intelectual e ideológica alguna, que nos muestre el por qué, en ocasiones, de forma trágica e inexplicable, «perro sí come carne de perro».

Símbolo elocuente e imagen perfecta de esa tragedia (y no por ello exenta de una singular y sugestiva belleza, pues lo trágico y lo bello no están reñidos; es mas, en multitud de ocasiones, a lo largo de la historia han caminado de la mano) fue aquella foto, tomada desde un satélite, en la que se veía el Archipiélago en su conjunto, con dos enormes columnas de humo que surgen de Gran Canaria y Tenerife, convertidas, por un momento (desgraciadamente un momento demasiado largo en días, en horas, en desesperanza, en dolor), en pira ardiente y voraz donde no sólo ardió y se consumió una buena parte de estas islas, sino en la que se inmolaron esperanzas, ilusiones, el ser y el sentir de unas gentes, pero además en atlántico altar de fuego sobre el que, si ardieron principios universales de la conducta que, hoy mas que nunca, debe guiar los pasos e la humanidad, también ha de consagrarse un mensaje de esperanza, de voluntad inequívoca sobre lo que no debe volver a ocurrir ( o no estamos dispuestos a ello, por lo que se deberán poner todos los medios necesarios, tanto materiales y legales como educativos).

Ante ese altar humeante, ya sagrado para todos los canarios, debemos ser esos apóstoles del árbol que hace ya un siglo proponía, con sus pioneras campañas de reforestación, de amor a los árboles, el periodista Francisco González Díaz, pero no por mero e intrascendente pasión por unos árboles, por una vegetación determinada, sin más, sino por que en esa pasión se sustenta la única verdadera posibilidad de subsistencia de la vida en este planeta. Gran Canaria, con la tragedia que vivió hace un año, desde su estratégica posición, con su carácter y talante cosmopolita, con el esfuerzo y el convencimiento de todos sus habitantes, debe ser señal y mensaje fecundo para toda la humanidad que, desde los ojos de un satélite, pudo contemplar la cara mas elocuente de este suceso y deberá poder ver y aprender como un pueblo no sólo afronta su destino con eficacia, sino como se convierte en apóstol y abanderado de la defensa a ultranza de la naturaleza en todo este planeta, en el que tiene un puesto muy significativo.

Gran Canaria, en su historia, no se entiende sin sus bosques, sin sus árboles, tanto que su primer gran poeta, Bartolomé Cairasco de Figueroa, sustentó en buena medida la épica de muchos de sus mejores poemas en el canto a los bellísimos montes feraces y umbrosos de la isla (muchos de los cuales, en una constante tragedia, por una u otra causa, pero teniendo al ser humano siempre como peor enemigo, cayeron poco a poco), ó que a través de los siglos el árbol se convirtiera en santo y seña de muchas de las páginas mas notorias de su devenir, y encadenara a su presencia y a su utilización buena parte de la propia subsistencia de la isla (el bosque se defendió con pasión como fuente de vida, pero también se destruyó para roturar terrenos agrícolas, como fuente de energía para los batanes o para obtener maderas destinadas a los astilleros isleños o la construcción de viviendas). Aquí la historia del árbol, de la naturaleza insular en su conjunto, ha sido una historia contradictoria y de contrastes, quizá como la realidad de su propio entorno volcánico y oceánico; algo que se percibe en muchos versos, como en los del poeta isleño José Plácido Sansón Grandy (1815-1875) que al cantar el Mar de mi tierra ya señala que siendo «Imagen de la paz que tanto anhelo, lo he visto manso, halagador, riente, y luego, imagen de la guerra, hirviente subir bramando hasta tocar el cielo». Fuego y agua en constante contraste, en alter ego de un ámbito que se hace y se rehace a sí mismo en esta singular y trágica armonía, que tiene como símbolo de esperanza a ese verde pinar que, pese al fuego intenso, pese a ver su piel renegrida por las llamas, vuelve ahora a renacer de su jugoso corazón de tea.

Agosto nos llegó el año pasado con fuego, pero agosto es también el mes en que la isla celebra y consagra sus aguas en fiestas de un enorme arraigo que se pierde en la noche de la memoria, y que, mucho mas allá de la mera banalidad de la diversión espontánea y efímera, constituyen la expresión de un sentimiento ante otro de los elementos constitutivos del ser isleño, pues el agua aquí, mucho mas que un mero e imprescindible elemento natural, es un verdadero elemento cultural. Por ello Gran Canaria, fuego y agua, verde pinar, debe ser un gigantesco pañuelo verde (como esos que se vieron en el baile de La Rama en Agaete) que se agite permanentemente ante toda la humanidad, como señal de que es imprescindible apostar por la naturaleza, de que la tragedia que se vivió puede y debe ser un sacrificio fecundo del que podemos y debemos aprender todos de que la naturaleza, verdadera madre y cuna, se salvará o desaparecerá con nosotros.

Agosto, fuego y agua, verde pinar, oración que Gran Canaria, un año después, murmulla en los labios de sus sentimientos, en el corazón que palpita con fuerza por Mogán, La Aldea, San Bartolomé de Tirajana y Tejeda, tierras convertidas en volcán de la sinrazón, bañadas en un instante por la lava de lo inexplicable, segadas en sus esperanzas por una ira de la que todos podemos también tener nuestra parte de culpa, de la que a buen seguro tendremos si, de una vez y por todas, no nos convertimos en verdaderos apóstoles del árbol y de la naturaleza isleña.

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