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En su despedida, el recuerdo de su llegada

Martes, 26 de agosto 2014, 01:00

En mi vida he podido asistir personalmente a la llegada de tres nuevos obispos, aunque seguramente aún vivan personas que puedan recordar la de un cuarto, Antonio Pildain Zapiain. Si cada una de ellas tuvo un ambiente muy personal, que en buena medida se ajustaba tanto a la personalidad de cada uno de ellos, como a lo que en ese momento representaba para la sociedad canaria en general y para la Iglesia en particular, la de D. Ramón Echarren Ysturiz estuvo rodeada de una especialísima sensibilidad pues su figura llegaba rodeada de esperanzas y aspiraciones que se consideraban de enorme importancia y trascendencia en aquellos años dentro y fuera de la Iglesia. Si José Antonio Infantes Florido había sido consagrado Obispo para ponérsele al frente de la Diócesis Canariensis, sin embargo Echarren Ysturiz ya llevaba nueve años como tal en Madrid, en una época fundamental para los cambios que se estaban produciendo en la sociedad española y en el propio seno de la Iglesia, ámbito de transición al que él estuvo muy cercano y para lo que tenía una formación adecuadísima a la que accedió no sólo en Roma, donde se licencio en Teología y se ordenó sacerdote en 1958, sino en la Universidad de Lovaina, en Bélgica, donde estudiaría Ciencias Sociales en un orbe muy conectado con todos los movimientos sociales europeos e internacionales; no es de extrañar que una de sus grandes preocupaciones y vinculaciones fuera siempre la labor que ejercía y debía ejercer Cáritas Diocesana, llegando a ser en 1967 Secretario General de Cáritas Española. Pero ahora, cuando le despedimos en la que ha sido su última calle veguetera, la calle del Dr. Chil, la antigua calle del Colegio de la Inmaculada y del Seminario Conciliar, donde vivió estos últimos años y en la que más de un día podía saludarle al coincidir en alguna de sus aceras o a la puerta de su casa y recordaba cómo, de pequeño, también coincidía casi a diario por la calle de Los Balcones con otro obispo entonces ya jubilado, D. Antonio Pildain, y como los niños nos acercábamos a pedirle la bendición, que él siempre nos daba complacido y con enorme felicidad-, la calle en la que ahora abre sus puertas la Casa de la Iglesia para que le ofrezcamos un último y merecidísimo homenaje y esas muestras de cariño sencillo, humilde, espontáneo que siempre le fueron tan gratas, pues se sentía un grancanario de a pie mas, conviviendo plenamente con un pueblo y una isla que supo hacer suya plenamente en la entrega a la ardua y difícil tarea pastoral que tuvo que afrontar nada más llegar a su diócesis, a mi me viene a la mente el día de su llegada, aquella tarde inolvidable de su recibimiento el sábado 13 de enero de 1979, la tarde de los saludos interminables y las muestras de cariño que recibía mientras atravesaba la Plaza de Santa Ana camino de la Catedral acompañado del Cardenal Tarancón, del Arzobispo de Zaragoza Elías Yanes, de los Obispos auxiliares de Madrid Alcalá y de casi dos centenares de sacerdotes alegres, felices, de recibir a su nuevo Prelado -al Obispo que pedía a la Patrona de la Diócesis, a nuestra Virgen del Pino, que le ayudara a ser el Pastor que la Iglesia necesitaba en Canarias-, para concelebrar una solemne Misa Pontifical, su primera ceremonia oficial en la Diócesis Canariensis. Recuerdo una plaza tan abarrotada de gente que las propias ramas de las palmeras parecían pañuelos y palmas agitadas en su honor; recuerdo que acompañaba a un gran sacerdote y amigo inolvidable, D. José Quevedo, que me hablaba con enorme entusiasmo de los enormes méritos y la gran valía del Obispo que esa tarde recibíamos en nuestra diócesis, en el que todos tenían una enorme confianza para poder encarar un futuro que, aquel año de 1978, se presentaba incierto, cuando menos muy complicado. Por ello no fueron de extrañar los entusiastas aplausos con los que fueron acogidas, al final de la misa, las palabras con las que el Cardenal Tarancón resaltaba las cualidades del nuevo prelado, que nos decía que quería ser el Obispo de todos, y pedía que todos colaboraran con él. Nunca olvidé como aquella tarde nos solicitaba que mas que pedirle que se dedicara a repetir lo que todo el mundo ya decía y decían bien en la búsqueda de la justicia, de la solidaridad, de la libertad, prefería que le pidieran siempre que les recordara a todos que es en Cristo en donde cobran sentido nuestros afanes y los afanes del mundo en la promoción del ser humano. Es la hora de la despedida, pero también del recuerdo emotivo y afectuoso de un Pastor inolvidable para la Iglesia en Canarias, donde vivió permanentemente durante treinta y seis años, del Prelado que no dudó en señalar en la clausura del Sínodo Diocesano como debemos “poner en hora nuestros relojes con el reloj del tiempo presente que también marca la hora de Dios”, un reloj que él supo dejarnos en la hora precisa para todos sus afectísimos hijos isleños, en esa hora que ya marcó el mismo día de su llegada cuando si señalaba que la Iglesia no es ajena a la actual situación, también resaltaba que venía a Gran Canaria a buscar a Cristo, a ayudarnos a reencontrarle. Las palmas de Santa Ana que aquella tarde de enero de 1979 le daban inquietas y alegres la bienvenida, le dan ahora, en nombre de toda Gran Canaria, su más sentida y afectuosa despedida, reconfortadas en su dolor por saber que para siempre descansará entre nosotros, en la Catedral, a los mismos pies de la imagen lujanera y canarísima de la Virgen de los Dolores.

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