¿El regreso de la censura?
Cuesta creer que en una sociedad con tantos problemas desempleo, pobreza, bajos niveles de formación, grave crisis de la sanidad, aplicación inadecuada de la ley de la dependencia, acentuación de la violencia de género, precariedad y bajos salarios, cuestionamiento del futuro de las pensiones- haya suscitado tanto espacio informativo, tanto debate público, un evento carnavalero. Amplificado, eso sí, por una reacción desmesurada de quienes no parecen entender el significado y los códigos de esta fiesta. No creo que sea preciso recordar que la rupturista actuación de Drag Sethlas no se produjo en una capilla ni en medio de una procesión u otro acto eclesiástico. Sino en un escenario de la, hasta ahora, más transgresora, divertida y distinta de las propuestas del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria. La que rompe más con lo establecido y común y levanta más efervescencia del público y mayor seguimiento televisivo. ¿Pudo molestar la escenificación a muchas personas? Por supuesto. Y tienen todo el derecho a mostrar sus quejas. Pero no a hablar en nombre de todos. Fue ampliamente mayoritaria la consideración de que el espectáculo ofrecido por Sethlas fue el más brillante y creativo; y por eso fue el indiscutible ganador del concurso. Lo demostró la gente presente en el parque de Santa Catalina, así como la mayoría de los jurados y los telefónicos votantes. Y lo está demostrando allá donde repite su espectáculo. Y, además, no es ni mucho menos unánime lo que han sentido las personas religiosas tras ver la gala y su ganador. Tanto en el ámbito público como en el privado he escuchado las argumentaciones de personas cristianas molestas con la representación. Pero, también, a gente que se reconoce como seguidores de Cristo ni más ni menos que los anteriores- que le quitan hierro al asunto y que aseguran no sentirse en modo alguno ofendidos.
ruidos. Luego vinieron los ruidos y los efectos colaterales. Como los variados comentarios del presidente del Cabildo Insular de Tenerife, Carlos Alonso, actuando como presunto defensor de la moralidad, ofreciendo lecciones e insinuando la posible aplicación del Código Penal en casos como este. A él se sumaron distintos representantes de la Iglesia Católica, periodistas ultraconservadores, cofradías y hasta la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, en clara falta de sintonía con muchos de sus compañeros de filas en la isla, que aplaudieron en las redes al drag triunfador. Caso de las Nuevas Generaciones de Gran Canaria que tuitearon lo siguiente: ¡Felicidades al #Drag Sethlas por la magnífica actuación! La Gala Drag es sinónimo de Tolerancia y Libertad. ¡Gracias! Pero sobre todo destacó una muy desafortunada carta del obispo de Canarias, Francisco Cases, comparando el dolor experimentado con el del accidente de Spanair (en el que fallecieron 154 personas), por la que se vio obligado posteriormente a pedir perdón a los familiares de las víctimas. Y hasta TVE, que retiró la grabación de la gala de su web. La irreverencia forma parte del Carnaval. Y de ella no se salva nadie: autoridades públicas, famosos, instituciones de todo tipo y, también, la Iglesia Católica. La gente se disfraza de curas, monjas y obispos que desfilan en las cabalgatas o bailan en los mogollones. Una transgresión que está en sus orígenes. Al respecto, JJ Capel Sánchez afirma que «el Carnaval permitía la crítica de lo incriticable, desde la ridiculización de las formas de gobierno, de la manera de vida de la clase noble, hasta de los ritos de una religión que impone su moral y los patrones de comportamiento en otro tipo de festividades». Añadiendo que «esta capacidad de crítica junto con otros excesos permisibles son la clave de la enorme popularidad de lo carnavalesco en la Plena y sobre todo en la Baja Edad Media». Pero volvamos a nuestro drag y las reacciones. Que no se quedan en una crítica o en un verbal rechazo. Pueden llegar a la vía judicial, como hemos visto estos días con una asociación de abogados cristianos que anuncia una querella si no se produce una actuación por parte de la fiscalía. Aseguran que se trata de un claro delito contra los sentimientos religiosos.
‘brian’. De aplicarse semejantes medidas con efecto retroactivo mal lo tendrían algunas películas. Como la Roma de Fellini, en la que se lleva a cabo un curioso desfile de modelos de ropa religiosa que, con toda seguridad, sería calificado de irreverente. O La vida de Brian, de Monthy Python, que como la drag en cuestión, finaliza con una crucifixión colectiva mientras Brian y el resto de condenados entonan: «siempre mira el lado brillante de la vida». Con sus defectos y riesgos creo que es mejor la libertad de expresión que el regreso a cualquier fórmula de censura. Y que la jerarquía de la Iglesia más que preocuparse por posibles actuaciones blasfemas, mofas o provocaciones en las carnestolendas, debería hacerlo por sus propios errores, por sus actuaciones e inhibiciones, por su injusto trato a distintos colectivos, por sus pecados. Y no lo digo solo por -como se ha recordado estos días- su tarea de ocultación durante décadas de las agresiones sexuales a menores por parte de sacerdotes en todo el mundo (así como la justificación de la justificación en la presunta provocación por parte de los mismos, expuesta por algún cercano obispo) o la homofobia desatada y el daño causado por esta. También, y especialmente, por la permanente marginación de las mujeres, que encuentran en esta milenaria institución los mayores escollos tras haber logrado abrirse espacio en el mundo laboral, empresarial, universitario o político. “Las mujeres son en la Iglesia la mayoría, y curiosamente una mayoría silenciosa y silenciada. Son las que se llevan la peor parte. No son consideradas sujetos morales, ni religiosos, ni visibles, ni sacramentales, ni eclesiales, ni teológicos. Son marginadas en todos los sentidos. La marginación de la mujer es la gran blasfemia del Cristianismo”. Así de claro y rotundo lo expresa en una entrevista el teólogo español Juan José Tamayo. Sin disfraz alguno.