El nido de la quimera
El cancionero popular lo sabe de antiguo. Hay cosas que al parecer parecen ser y no siendo, y otras que se están viendo y no se pueden creer. Un barco en altamar puede parecer un avión flotando, del mismo modo que pueden verse burros volando cada cierto tiempo sobre el patio de la Audiencia. El habitante oceánico, en general, tiende a desarrollar una cierta capacidad de ensoñación visual, que a lo largo de los siglos ha permitido la existencia entre la bruma de islas misteriosas como San Borondón. Se ven las cosas que se quieren ver; esa sugestión es capaz de organizar movilizaciones de servicios de emergencias y todo lo que se ponga por delante, con sólo ubicar los elementos en posición de credibilidad. Una cierta efervescencia periodística pretende limitar este intenso y ancestral debate entre realidad y fantasía al mundo de la comunicación, a raíz de la curiosa apariencia de la grúa amarilla que flota en el horizonte.
La misma tecnología aplicada para sembrar el bulo sirvió para desmontarlo, lo que limita su valor ante la fragilidad de las evidencias. Algunos testigos fueron capaces de describir incluso la caída del avión mágico, que tuvo la bondad de flotar en lugar de hundirse. Es aquí donde se fabrican los nidos de la quimera. Cuando un país cae desde lo alto de una burbuja, el gobierno de turno empuja a creer que está todo a salvo sin atender a la probable derrota física. De su laboriosa imaginación extrae la condición heroica de los guerreros errantes; véase lo escrito en su día por un tal Miguel de Cervantes.
Puede cada uno creerse lo que quiera. Y sin embargo, las certezas persisten como ya describió Galileo. Hoy se presenta en Japón el informe del panel de expertos sobre el cambio climático; una tragedia a la que nadie quiere hacer caso. Esa enérgica discusión isleña sobre el petróleo como valor de futuro es pura anécdota. Efímera, por inútil.
