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Cenizas de rabia

Jueves, 1 de enero 1970

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Miguel Schmidt desciende el camino de El Guro, en Casa de la Seda, incontables veces al día. Lo hace cubierto de tizne, con las manos cargadas de cenizas de sus pertenencias, y refugiado bajo una mascarilla. Es uno de esos afectados por el voraz fuego que, según los testigos, en solo 15 minutos se extendió con agresividad por Valle Gran Rey.

Schmitd, un alemán afincado en el Archipiélago hace ocho años, es de los pocos que hoy sigue desalojando desperfectos. Una semana después del culmen del devastador incendio que maltrató La Gomera en semanas precedentes, Valle Gran Rey, uno de los lugares más afectados, recupera su rutina. Lo hace con tristeza, donde antes el brillaba el verde, hoy se extiende una alfombra negra. Los talleres y los bares están abiertos de nuevo. Las veteranas camarillas vuelven a sentarse en las esquinas, pero su gesto luce más triste. Mientras debaten, sus rostros exhiben la misma oscuridad que el terreno quemado. «Esto era precioso, tardará muchos años en volverse a ver así», cuentan con lástima.

Valle Gran Rey ha visto fundirse con las llamas 63 viviendas, de las que 43 deben ser demolidas. Y junto a Vallehermoso, Alajeró y San Sebastián, pelean ahora por recibir las ayudas que les permitan intentar normalizar su situación. Miguel Schimdt no tendrá ese apoyo. «Yo tengo casa aquí y en La Palma, que es donde vivo la mayor parte del tiempo. Me han informado de que por eso no tengo derecho a percibir ayudas», cuenta. Es más, tenía la casa en venta, y ahora, tras ser calcinada la mitad del inmueble, ve casi imposible la venta. Además de no tener apoyo económico, ha renunciado al físico. «Por las mañanas vienen los voluntarios, pero les he dicho que yo me encargo de limpiar solo. Al fin y al cabo, es mejor que vayan a ayudar a la gente que no tenía más vivienda que la que se les quemó».

Este residente alemán consagra sus días a la pronta rehabilitación del inmueble. De hecho, duerme allí. «Puedo estar unos días, aunque cuando pasas mucho rato aquí no puedes respirar bien», subraya.

Cada incendio tiene su literatura. Vecinos, que prefieren conservar el anonimato, cargan contra las autoridades. «Cuando la Isla se quemó en 1984, los vecinos colaboramos con la extinción del fuego, protegiendo nuestras viviendas. Esta vez nos obligaron a marcharnos», cuenta la esposa de un hombre que «permaneció escondido en casa después del desalojo. Y gracias a que lo hizo salvamos nuestra vivienda. Estaba rodeado de fuego, pero llenó la terraza de cubos con agua, toallas mojadas debajo de las puertas. Baldeando a cada momento», subraya orgullosa de lo que considera una hazaña.

Y todos los vecinos señalan a las autoridades. «Lo han hecho fatal, no previeron que esto es posible, y luego lo dieron por acabado cuando no lo estaba», lamentan. Y de fondo la confrontación política, la sensación de impotencia al ver como su notoria tragedia sirve como elemento de fricción instrumentado entre antagonistas en los gobiernos.

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