Carreras
La defensa de la democracia era cosa de atletas en la Grecia antigua. Se corría para llegar antes que los atacantes a las ciudades en peligro. Los ejércitos contaban con hemeródromos, oficiales que ejercían de correos capaces de recorrer grandes distancias a paso rápido. Llevaban noticias del campo de batalla o acudían en busca de ayuda a los pueblos vecinos. Entre ellos es recordado el tal Filípides, al que se le atribuye la gesta que cambió el rumbo de la batalla de Maratón. Su última carrera sirvió para movilizar los refuerzos de Esparta, y con ellos, el retorno de las tropas a la defensa de Atenas. En apenas ocho horas, los soldados cruzaron los 45 kilómetros que separan las dos ciudades, a tiempo para ganar la posición a la flota oriental que pretendía el desembarco en el Pireo. La huida de los invasores fue un gran estímulo para los defensores del modelo político ateniense.
Aquella cultura mediterránea marcó los límites entre Oriente y Occidente. Frente a la hegemonía autocrática del imperio de Darío, crecieron fórmulas de participación que comprometían las políticas locales. A los griegos nunca les gustó que les dijeran desde fuera cómo debían organizar sus propios asuntos. Las instrucciones del imperio alemán someten hoy todas sus iniciativas al pago de los tributos, evocando en su torpeza el fracaso de los persas hace más de 26 siglos.
La quiebra financiera griega enciende las alarmas de las multinacionales, y con la misma luz se alumbran los desheredados. Bajo las ruinas de la Acrópolis, ayer la batalla fue en las urnas. Lo que haya salido de ahí es la respuesta al trato desmedido de los usureros. No se puede levantar Europa alentando el esclavismo. Lo que va a ocurrir en España en pocos meses no será un episodio de mimetismo; será otra consecuencia del mismo disparate. Algunos van a necesitar piernas muy fuertes para aguantar la carrera.