Blur juegan en otra división
Fernando Neira
Sábado, 25 de mayo 2013, 20:08
Existe algo más poderoso que los números: las evidencias. Da igual que durante toda la jornada del viernes hubiese otros 61 conciertos programados en la decena de escenarios que se diseminan por el Parc del Fòrum. Acaba resultando irrelevante que entre ellos figurasen nombres tan ilustres como los de The Jesus & Mary Chain, The Breeders o The Knife. Tanto da que en la víspera hubiésemos disfrutado con el cancionero absorbente de Grizzly Bear o la psicodelia enloquecida de Tame Impala, el juguete de un pipiolo australiano de pies descalzos que acabará siendo muy, muy grande. Hasta podemos intuir que ni la inminente llegada de Nick Cave & The Bad Seeds, uno de los nombres señeros en la cita barcelonesa, será capaz de variar la sentencia definitiva. La madrugada del viernes al sábado fue la noche de Blur, del mismo modo que este Primavera Sound de 2013 se recordará siempre por el momento en que Damon Albarn y los suyos plantificaron sus cuarentones cuerpos en el escenario principal, contemplaron a la muchedumbre con mirada desafiante y revolucionaron a esas 50.000 personas que brincaban y exprimían sus cuerdas vocales como si el reloj no marcase la 01.29 y muchos de ellos no llevaran ya ocho o nueve horas deambulando por el festival.
No es una cuestión de matiz. Blur juegan, sencillamente, en otra división. Si el Primavera fuese un evento deportivo de esos que solo cotizan al 10% en el IVA de sus entradas- , la organización habría tenido que expulsar a Albarn, Coxon, James y Rowntree por alineación indebida. Ellos cuatro son ineludibles aspirantes a la Champions mientras el resto del cartel suspira por clasificarse para la Copa de la UEFA, aunque ya no exista.
Los británicos modificaron el devenir de los noventa con el repertorio acaso más fabuloso que conocieron aquellos años. Pero anoche, un par de décadas después, volvieron a hincarle el diente a aquellos títulos imperecederos, de Girls & boys a Parklife, Tender, Beetlebum, Country house o Coffee & Tv, y lo hicieron como si fuera la primera vez que tenían ocasión de interpretarlos en público. Les jaleaba una entusiasta marabunta, pero daba la impresión de que se habrían comportado con la misma intensidad aunque hubiésemos sustituido la inmensidad del mar océano por la angostura de un garito del Soho londinense.
A los envidiosos solo les queda la posibilidad de apelar al mal de muchos y demás consuelos tontos. Por ejemplo, parece evidente que Albarn, sex symbol indiscutible en su mocedad, confirma el inapelable axioma por el que 99 de cada 100 guapos se echan a perder en cuanto enfilan las primeras estribaciones de los cuarenta. En todo lo demás, sin embargo, no hay arrugas que valgan. Canta de manera aún más convincente de lo que siempre ha hecho, jalea a la multitud corriendo de un extremo al otro, contempla a la grey con chulería elegante (porque hay que tener clase hasta para eso, querida familia Gallagher) y exhibe su lado tierno cuando saluda con un "Hola to la luna" (sic) y el brazo elevado a los cielos antes de desencadenar una nueva riada de alborozo con There’s no other way. Sus compinches son notablemente más comedidos, pero hasta el fabuloso Graham Coxon, que no da punteo sin hilo, no puede resistirse a la tentación de terminar revolcándose por el suelo durante Popscene. Ventajas de haber abandonado las gafas de pasta.
A lo largo de 86 minutos que se evaporaron en un suspiro , a estos redivivos Blur les dio tiempo a desgranar 17 canciones y constatar la evidencia: una hora y media no les llega ni para dar cuenta de todos los éxitos (ni rastro de She’s so high, Stereotypes, To the end o Blue jeans, por no hacer la lista extensa). La única pieza relativamente menos conocida fue la fabulosa Caramel, que comenzó con amago de naufragio (Albarn miraba con cara de angustia al bajista, Alex James, sin saber bien cómo encajar las estrofas) y terminó alzándose sombría, meditabunda, con un crescendo final majestuoso en el que el cuarteto de metales, hasta entonces en un muy discreto segundo plano, emprendió finalmente la construcción de su particular muro de sonido.
El resto del repertorio se ajustó a los grandes éxitos de entre los grandes éxitos, con la adenda ya innegociable de ese Under the westway fechado en 2012. Cuatro minutos de inmensa belleza beatle que desembocan en un estremecedor “¡Aleluya!” final para el que Albarn se queda solo, gimiendo frente a su piano.
Under the westway fue el primero de los cuatro bises (For tomorrow, un The universal de rotundidad casi sinfónica y los dos minutos de adrenalina en vena de Song 2) con los que el cuarteto titular, su teclista acompañante, la sección de metales y los cuatro coristas dieron por finiquitada su primera visita española en tres lustros. A falta de mayores conocimientos en materia psicológica, debemos asumir aquí nuestras lagunas: no tenemos ni la menor idea de qué pasa por la cabeza de estos cuatro amigos.
Quizás se hayan propuesto hacer caja y asegurarse una jubilación opulenta, pero su incontestable poderío permite concebir mejores esperanzas sobre la sinceridad del reencuentro. Ignoramos si entre ellos se aprecian, se adoran o solo se sobrellevan; y, evidentemente, no podemos despejar la incógnita sobre si habrá algún futuro nuevo disco o les basta con sacarle renovado brillo a las joyas de la corona y escarbar en alguna sensacional cara B de la que casi nadie guardaba memoria (Young and lovely, en el concierto de Hyde Park del verano pasado). El futuro de Blur es, como la vida misma, una entelequia. Pero entre las pocas certezas que podemos enarbolar figura esta: a día de hoy, los firmantes de aquel póker mágico de discos (Modern life is rubbish, Parklife, The great escape, Blur) se comportan como unas máquinas demoledoras.
“Al menos ya no me muero sin haberlos visto”, le confesaba un chaval a su amigo en la parsimoniosa y extasiada evacuación de la explanada. Pues eso mismo.