De meriendas, jiras, pícnics y otras cuchipandas estivales
Las comidas campestres o al aire libre son desde hace siglos un elemento indispensable del disfrute veraniego
Ana Vega Pérez de Arlucea
Jueves, 10 de julio 2025, 23:08
¿Se acuerdan ustedes de la película Picnic? En ella salen William Holden haciendo de vagabundo seductor, una Kim Novak guapa guapísima, un baile inolvidable y varias costumbres estadounidenses que probablemente los espectadores españoles no entendieron del todo cuando el film se estrenó aquí en otoño de 1956. Seguro que no sabían lo que es el Labor Day o Día del Trabajo, el festivo nacional durante el cual transcurre la trama, ni lo que implica su celebración cada primer lunes de septiembre. Tampoco tendrían idea de que esa fecha marca tradicionalmente el final del verano y la vuelta a la rutina laboral o escolar, de modo que Labor Day es la última oportunidad para hacer locuras estivales, desatar pasiones calenturientas –como ocurre en la película– o despedirse de muchas actividades veraniegas.
Desde 1882 esta versión yanqui del Día del Trabajador está irremediablemente unida a los desfiles públicos, los festivales al aire libre, los pícnics, las barbacoas y cualquier otro tipo de jolgorio colectivo. Por eso en Picnic, valga la redundancia, tiene tanta importancia el pícnic multitudinario que montan los vecinos de un pequeño pueblo de Kansas. La cámara retrata diversas escenas salidas de cuadros de Norman Rockwell, quintaesencias del famoso estilo de vida americano como la banda de música municipal, el concurso de comer tartas... y un prado cubierto de mantas, tarteras y termos. Por entonces la palabra «pícnic» (castellanizada con tilde tanto en singular como en plural) llevaba ya 29 años en el diccionario de la RAE pero se ve que para la gran mayoría de los españoles era aún un término novedoso: sólo así se entiende que algunos anuncios promocionales y numerosas reseñas de la cinta sintieran la necesidad de explicar qué demonios significaba su título. En el Diario de Burgos marcaron como noticia importante de la sección cinematográfica esta aclaración: «Si usted se reúne con sus amigos o convecinos y se adueñan de un bello paraje para saborear las delicias de una buena merienda, habrán hecho un PICNIC. Pero, además, en ese PICNIC todos están obligados a olvidar sus rencillas, si es que las tuvieron; sus pequeñas diferencias, sus malos humores... PICNIC es alegría, felicidad, bienestar que se adorna con las ocurrencias más regocijantes y con los juegos más originales. En América, de donde viene PICNIC, es muy frecuente realizar estas jiras campestres en las que toman parte niños y ancianos, mujeres y hombres, sin que los distinga ese rigor de las diferencias sociales que la ciudad impone y que tantos disgustos originan a unos y otros».
La película hizo furor y, con ella, todo lo que se subiera al carro de la modernidad picniquera. Entre 1956 y principios de los años 60 surgieron en nuestro país una galleta Picnic de Artiach, un refresco Pic-Nic, una revista juvenil femenina homónima, una marca de ropa ídem, multitud de bares y restaurantes así bautizados y hasta un grupo de música con el mismo nombre, aquel en el que empezó Jeanette su carrera. Quizás la palabra resultara nueva y sofisticada, pero el concepto que había tras ella era más viejo que la tos. El pícnic no era más que una romería o una merendola campestre pasada por el filtro anglosajón, más elegante si quieren ustedes pero igual de comilón. Frente a la flema británica (capaz de organizar pícnics en la selva o en medio del desierto) o la abundancia de medios estadounidense, con sus flamantes automóviles, neveras portátiles y hamburguesas, España ha sido siempre más de paella, de tortilla y hogaza de dos kilos. De ensaladilla, gazpacho, huevos rellenos, melón con jamón y sandía refrescada en el río. De fiambrera Magefesa y alpargatas.
La cuchipanda al aire libre nos ha servido desde hace siglos como válvula de escape de la sociedad urbana y sus miserias. Mucho antes de que los ingleses adaptaran a su idiosincrasia el pique-nique francés (de piquer, coger o robar, y nique, pequeñez), una comida colectiva en la que cada uno pagaba su parte o contribuía con algo, los españoles ya tenían meriendas al fresco, partidas de campo, comilonas bajo los árboles y sobre todo jiras con j. La Real Academia define la jira como un banquete o comida «especialmente campestres, entre amigos, con regocijo y bulla» e indica que proviene de la expresión francesa «faire bonne chère» (antiguamente chière), que significa comer en abundancia u ofrecer una buena comida. «Hacer buen jira» era en el siglo XVI agasajar a alguien en la mesa, y de ahí pasó a entenderse primero como cualquier banquete numeroso o alegre y luego, desde mediados del XIX, como eso mismo pero trasladado a un ambiente campestre.
Aunque tiempos de Goya se denominara «merienda» a secas, esa falta de especificidad léxica no supone que entonces no supieran disfrutar de los placeres de jamar en exteriores. Tan sólo hay que fijarse en los muchos cartones que tanto don Francisco como su cuñado Ramón Bayeu pintaron para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara: en el que hoy nos acompaña destacan el vino, el pan, el queso y las chuletillas, mientras que en 'La merienda' de Bayeu se puede ver que en el mantel sobre la hierba hay lonchas de salchichón recién cortadas, una hogaza y una ensalada de escarola. La próxima semana veremos cómo otro concepto anglosajón, el camping, revolucionó para siempre estos castizos festines de verano.