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Mario Hernández Bueno
Sábado, 10 de mayo 2025, 23:29
«Japón juega en otra liga», me advirtió un amigo. Y yo: «si, pero no estoy preparado para vivir allí». Este viaje a Japón: la Francia de Oriente, sería para completar lo que en uno anterior no pude advertir.
Su gente, aparte de reverente, es amable y práctica una más que gratificante eficiencia. Y se experimenta tanto con los dependientes de los comercios como de la hostelería y lo más sorprendente, los públicos. Me asombró la inmensidad de las estaciones ferroviarias, que en algunos casos se combinan con las de metro. Inacabables, con plantas abajo y arriba del nivel de la calle por las que transitan a toda prisa riadas de personas. Muchos hombres vestidos de negro portando ataches de igual color. Y las féminas gastan dinerales en vestir. Muchos son los que van hablando con sus móviles, pero a ninguno se le oye sonar. Y menos aun en los vagones, donde se habla poquísimo y susurrando. Kilómetros de pasillos y cruces, a veces con revestimiento de brillante mármol, escaleras mecánicas, tiendas, restoranes, oficinas de información... que para un viajero novato son el laberinto. Pero surgen empleados rigurosamente uniformados que, a duras penas, indican por donde ir o ayudan a sacar los tickets desde numerosas y diferentes máquinas expendedoras. La pega es que casi nadie habla, al menos, el inglés.
Otra cosa que asombra es la limpieza. Se puede apostar que en esos kilométricos de pasillos, cruces y escaleras no se encontrará un trozo de papel. Y el epitome son las señoras uniformadas limpiando con meticulosidad los pasamanos de las escaleras. Los servicios higiénicos, lo mismo, impolutos y con inodoros inteligentes: con bidé electrónico. En las calles no se ven colillas ni papeles y tampoco papeleras. Después de que unos terroristas dejaran en una de ellas una bomba, y se cobrara vidas, el Gobierno las retiró. Los taxis no son caros y los taxistas suelen ir con guantes blancos y cubren los sillones con paños también blancos y con bordados. Y al llegar al destino, si la puerta no es de las que se abren automáticamente acude raudo a hacerlo. No admiten propinas y la inmensa mayoría solo quiere efectivo.
Ya en Osaka nos alojamos en un hotel con la habitación más pequeña que he sufrido. No cabía una silla y menos aun una mesa. Una de las camas estaba pegada a la pared y desde los pies de las dos camas a la pared no había más de 30 cm. Así que caminábamos de lado y las maletas teníamos que dejarlas de pie detrás de la puerta. El edificio es moderno, bien diseñado y se anuncia con 4 estrellas. Solo hacen la habitación una vez a la semana aunque cambian las toallas cada día. Y el desayuno, servido en un frío cuarto con mobiliario tipo cantina de fábrica, es lo más parecido al de un colegio mayor. Es el Wellina Hotel Premier Oaka Namba, situado en el más atractivo, dinámico y gastronómico de los barrios: Namba.
Salimos de aquel ponedero de palomas, sin ropero y sin una cajonera, y nos dirigimos a comer algo para sacarnos el regusto del catering de la compañía aérea. El «pedo fío», que solía decir el gran Néstor Lujan. Y a unos pasos dimos con lo que, al menos yo, llevábamos en la mente. Pero antes, y delante de un local que ofrecía solo Ramen, nos topamos con otra sorpresa: unos comensales habían dejado las maletas en la calle junto a la entrada de un restorán contiguo, también pequeñito.
Y me acordé de los cientos de robos y atracos que sufren los confiados turistas japoneses en las calles y los transportes públicos, sobre todo en Barcelona, a manos de rateros internacionales. Algunos con más de 150 antecedentes. Y ya en la entrada de la ramen shop nos vimos, como en muchos restoranes, ante una máquina-carta-comanda, que también factura y cobra. Y, obvio, nos tuvo que echar una mano la simpática cocinera.
Y al fin llegaron los ramens en unas enormes escudillas con tiernas láminas de lomo de cerdo horneado, huevo duro macerado en salsa de soja, cebollino, fideos de arroz… y un caldo tan sabroso como reparador hecho durante 48 horas.
Fue demasiado graso para el gusto de Tania. Desde luego: nada que ver con la bazofia que días antes me sirvieron en el «japochin» Zhang Lala, situado en la calle de Néstor de la Torre de Las Palmas de G.C. La cuenta en aquel liliputiense local, de no más de 20 m2, cocina incluida, no superó los 20 euros con un refresco y una cerveza. Y no me voy a olvidar de comentar que en todos los restoranes, nada más acomodarse el comensal le sirven agua fría. Y lo hacen continuamente. Así que si no se gusta de la cerveza o refrescos la bebida sale gratis. Y comencé a comprobar la baratura. Estábamos en un momento idóneo para la visita al sorprendente país que tanta fama de caro acumuló durante años.
Al día siguiente tendríamos la primera comida seria. Sería en el Dining Buffet en la planta 40 del Edificio Conrad. Un hotel de la gama de lujo de la Hilton bautizada así en homenaje a su fundador, Conrad Hilton. Las vistas son, sencillamente, una maravilla. El lujo se extiende por toda la extensa planta y el bufé ofrece una aceptable variedad de especialidades, muy bien facturadas: ensaladas, patés, terrinas, conservas… quesos y sopas y, para los platos fuertes, varias opciones, de las que optamos por unos jugosos filetes de cerdo asados a la parrilla, panceta frita y macedonia de verduras. Con una botella de agua San Pellegrino, un par de cervezas y un café 130€. No es un comedor para turistas de masas. Solo vimos japoneses elegantemente vestidos haciendo comidas de empresa y sociales. Un restorán que se elige más que por la variedad de los platos, por el sosiego, la comodidad de su mobiliario y el servicio, que roza la perfección. Y al frente, un japonés pura cepa Nampei Miyazato.
Estábamos en la capital gastronómica de Japón, Osaka, desde donde viajaríamos en trenes rápidos a ciudades cercanas como la mítica Kobe y sus vacas; Kyoto y su famoso barrio antiguo o Hiroshima… Hiroshima Mon Amour.
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