Costumbrismo en Canarias a finales del XIX (IX) La Palma
Mr. Edwardes gustaba de la Historia de Canarias y fue un indisimulado admirador del polígrafo Viera y Clavijo
Mario Hernández Bueno
Sábado, 4 de octubre 2025, 22:45
Una de las virtudes más conmovedoras de los canarios, según las experiencias de los viajeros, fue la hospitalidad. Mr. Edwardes y Mr. Goddard fueron agasajados espléndidamente y sus 'amistades' no dejaron de mostrarles los tesoros de la capital. Como «la bandera con la que en 1492 Alonso de Lugo atravesó la isla a la cabeza de sus 900 filibusteros» (sic). Mr. Edwardes gustaba de la Historia de Canarias y fue un indisimulado admirador del polígrafo Viera y Clavijo.
El recorrido por Santa Cruz los llevó a los lugares del mayor interés, incluidos el ayuntamiento y el museo. Pero lo que con más orgullo mostraron fueron las industrias. Visitaron la de la seda y contemplaron desde los capullos hasta el suave tejido. Se admiró Mr. Edwardes de la iglesia parroquial de San Salvador, que «…es, tanto por dentro como por fuera, una de las más hermosas del archipiélago…». Y se deslumbró con los tesoros que en ella se guardan: pinturas y utensilios religiosos, hechos con metales preciosos; si bien reconoce que no era tan venerada como la que alberga a la Virgen de Las Nieves, a quien dedica un generoso párrafo porque tras salvar a parte de la Isla de los estragos de un volcán apareció al día siguiente cubierta con un manto de nieve.
Y como no podía ser de otra manera expuso su opinión sobre la suerte de lidia y aseguró que se practicó durante los primeros años de la colonización, pero que, por causa que se desconoce, se abandonó y se sustituyó por las riñas de «…gallos, de procedencia inglesa (…) que suministran al populacho ese festín de sangre y muerte que parece ansiar el temperamento español». Olvidó el inglés a una aristocracia que, vestida para la ocasión, de punta en blanco y gorrito negro acorazado a modo de montera, se divertía sobre rápidos corceles azuzados por una jauría de perros feroces persiguiendo a un perfectamente aterrorizado zorro, hasta el final de su tragedia. Eso sí: sin sangre... Y sin arte.
Y tras acordar la exploración de la isla caminando vieron cómo se desternillaba don Pedro, el dueño del hotel, cambiaron de idea y acordaron hacerlo a lomos de jumentos. Estudiaron el itinerario sobre los planos ayudados por el marqués de Guisla, «… interrogamos a hombres que alquilaran caballos, asnos o mulas, y nos preguntamos si las pulgas y los olores campestres rivalizarían con los de nuestro hotel. Don Pedro reconocía la existencia de olores, y para procurarnos cierto alivio quemaba periódicamente unas hierbas y mejunjes que, aunque exudaban una breve fragancia, no podían competir con sus antagonistas. Sin embargo, quitó importancia a las pulgas, añadiendo que en los pueblos encontraríamos muchas más de las que pudiéramos imaginar».
Se avituallaron «…de huevos, pan, queso y vino» y parten rumbo al norte. Y en uno de los descansos Mr. Edwardes cuenta que: «Desayunamos en una deplorable venta, levantada sobre la desnuda pendiente de una colina. Aquí se empleaban piedras en lugar de pesas para vender el gofio. Debo decir que cuando uno alquila un animal en La Palma, ha de alquilar además a su dueño, nosotros llevábamos, por consiguiente, dos guías al ser dos bestias. Los hombres comían higos, azúcar con su gofio, galletas y cualquier otro pequeño lujo que ofreciera la tienda y que se les antojara, esperando que pagáramos por todo ello. Así hicimos esta vez, no sin antes conseguir que sus morenos rostros palidecieran al asegurar al dueño del local que lo que habían consumido los guías corría por su cuenta».
Se detienen «…en la villa de San Juan, la cual no aparece en el mapa de Berthelot (Sabino). Allí comimos (…) mientras los lugareños nos observaban…». Y aprovecha para describir las vestimentas de los campesinos: «Las telas tejidas en casa constituían la base del atuendo femenino. Los hombres, por su parte, iban tan escasamente vestidos como podían». Y vuelve a evidenciarse la proverbial hospitalidad isleña: «Cerca nuestro, unos fecundos naranjos nos tentaban a intentar negociar la compra de fruta, mas cuando su propietario fue informado de nuestro deseo nos envió una provisión como regalo».
San Andrés carecía de fonda. Menos mal que los expedicionarios llevaban una carta de recomendación para un hacendado, que los acomodó. Mas pronto se dio un choque entre los dos británicos y los naturales que dejó así reflejado: «No sé cuantos zarrapastrosos locales nos siguieron, llenos de asombro, hasta la casa de este caballero. Mientras estuvimos con él no gozamos de intimidad alguna. El alcalde, éste o aquel amigo de nuestro anfitrión, los muleros, todos acudieron a vernos comer, paseándose por el salón, transformado en improvisado dormitorio, y despreciando las sillas que habían sido colocadas antes de que nuestra jaula fuera invadida».
Estaba yo acicalándome para asistir a un evento en el Gabinete Literario y por enésima vez, ensimismado, me pregunté cuál fue el nexo entre los europeos que expedían las cartas de recomendación y los receptores canarios. Y ya en la presentación de la trepidante novela policiaca, Operación Pinsapo 33, me llegó la luz.
En el estrado estaban la admirada coautora, Ana Suárez, y el buen amigo Javier Chico de Guzmán, VI Duque de Ahumada, descendiente del fundador de la Guardia Civil, comentando la trama del libro y al abordar los roles de la Guardia Civil y la Masonería, me vino un rayito de luz: tanto quienes las escribieron como los destinatarios debieron de ser masones, pues de otra forma no se entiende cómo se mantuvo una red de europeos con isleños situados en recónditos parajes de las Islas. ¡Como no me había percatado de ello antes! pues que sabía que los masones antes de viajar se pueden procurar de cartas de presentación para las logias o los correligionarios en los países de destino. Hacendados, burgueses acomodados… Gente principal.