Las Palmas de Gran Canaria ha sido, históricamente, una ciudad en tránsito. Para muchos, lugar de escala más que destino; puerto donde el mundo se ... detiene apenas unas horas antes de seguir su rumbo. Pero también ha sido una población que, en ciertos momentos, parece quedarse quieta, atrapada en su propia inercia. Esa doble condición, histórica y aún vigente, fue retratada con lucidez por Rafael Romero (Alonso) Quesada, uno de los grandes cronistas literarios del alma isleña.
Durante la Primera Guerra Mundial, mientras Europa se desangraba, la urbe vivía su propio conflicto: barcos que dejaron de llegar, hambre en los barrios, pobreza silenciosa, náufragos rescatados, aliadófilos y germanófilos, y una parálisis que afectaba no solo a la economía, sino también a la esperanza colectiva. La capital vivía «el silencio, el más espantoso, el hambre».
La actividad comercial se desplomó, como también lo hicieron las exportaciones —entre 1913 y 1917, el envío de plátanos y tomates descendió a una décima parte—, y la población, privada de su vínculo esencial con el exterior ante el peligro de la guerra submarina sin restricciones decretada por Guillermo II, entró en un letargo profundo. La carestía de subsistencias y el alza de los precios golpeaban sin piedad. «Los hombres, tostados al sol, esperaban inútilmente despiertos, como el agua, el benéfico retorno». Las cocinas económicas, extranjeras y locales, crecían en número, mientras una oligarquía bien asentada en el sistema caciquil de la Restauración mantenía sus privilegios. Era una ciudad desigual, paralizada, replegada sobre sí misma.
No obstante, frente a esa imagen de parálisis y desigualdad que de manera tan certera retrató Quesada, no debemos olvidar que también hubo quienes, entendiendo la política como una herramienta de transformación y mejora, intentaron impulsar la capital en aquellos años difíciles. Figuras como el alcalde Felipe Massieu y Falcón —que dejó el cargo en 1916— demostraron una voluntad decidida de modernización urbana y preocupación por el bienestar colectivo, a pesar de las enormes limitaciones estructurales del momento. Al mismo tiempo, y en paralelo a la crisis económica, floreció un notable dinamismo cultural y periodístico: surgieron nuevas publicaciones, se intensificó el debate público y se amplificaron las voces críticas desde la prensa, prueba de ello son las colaboraciones cotidianas en los diarios de los grandes escritores grancanarios del momento. En ese contexto, la literatura y el periodismo se convirtieron en herramientas de análisis, denuncia y propuesta, haciendo de Las Palmas de Gran Canaria un espacio de reflexión activa sobre su propio destino.
El turismo británico, tan presente en los años previos —y diana predilecta de la ironía del modernista— desapareció casi por completo durante el conflicto. Volvería después, junto a los buques que hacían escala rumbo a otros mundos, convirtiendo de nuevo a la capital, en palabras del autor, en «el mesón de todos los caminos», brindando a la bahía «espectáculos civilizadores». Pero durante aquellos años, Las Palmas de Gran Canaria vivió una de sus etapas más introspectivas y más duras.
A través de sus textos en 'Ecos', 'La Publicidad' o 'Renovación' —a medio camino entre la crónica, la sátira social y la prosa poética— podemos asomarnos a las tensiones de una época que dejó una huella profunda en la localidad. Su obra no solo embellece la memoria: la ilumina, la cuestiona, la vuelve legible en toda su complejidad. Leer a Quesada es, en definitiva, una forma alternativa de estudiar nuestra historia, desde la sensibilidad, la crítica y el detalle cotidiano, confrontando sus textos con el celo y el rigor debidos como producto cultural de una época, fuente de la misma.
Gracias a su «mirada en rebeldía», como apuntaría su gran amigo Tomás Morales, supo observar nuestra realidad pretérita con una mezcla de lirismo y crítica social. En obras como 'Banana Warehouse', retrató un mundo dominado por el caciquismo, con una política local clientelar que convertía la inauguración de un nuevo salón en el casino en el principal motivo de orgullo de Platanópolis, urbe imaginada y más que parecida a Las Palmas de Gran Canaria de entonces. «Cuando se pronunciaba la reglamentaria frase Queda abierta la sesión, solo se trataba de consignar en actas los acuerdos y recoger las ovaciones del público». Una ciudad atrapada entre el deseo de modernidad que representaba La Luz, y la rutina del atraso marcada por una economía frágil y una política caciquil, picaresca, afectada por las cuitas internas del Partido Liberal Canario.
Hoy, al recorrer sus textos, resuenan ecos inesperadamente cercanos. La pandemia reciente —que sentimos ya tan lejana como la Gran Guerra— volvió a vaciar los muelles de cruceros, a silenciar las calles, a hacer visible nuestra dependencia del exterior. Otra vez, población detenida. Otra vez, fragilidad expuesta. Y cuando el bullicio regresó, lo hizo como antes: con ritmos impuestos desde fuera, con barcos que llegan y se van, con visitantes que muchas veces ven sin mirar.
Volver a Alonso Quesada es más que un ejercicio y deleite literario, es una forma de entender que ciertas tensiones permanecen. Las Palmas de Gran Canaria, Canarias, sigue buscando su lugar entre el tránsito y la quietud, entre la apertura al mundo —«el mundo se nos acerca cada vez más», escribió el autor— y el peso de una estructura económica y social que a menudo repite viejos patrones. Hoy, en plena era del turismo de masas, la gentrificación y la precariedad habitacional, sus textos vuelven a interpelarnos. Nos invitan a preguntarnos si, más de un siglo después, seguimos siendo un lugar de paso o uno que aguarda, expectante, su transformación.
Que este año dedicado a su figura, y el mes literario que ya se despide, nos sirvan como excusa, si no lo hemos hecho aún, para adentrarnos en ese imaginario 'quesadiano' tan realista como visionario. Porque mirar al pasado con los ojos de Quesada no es nostalgia: es una forma lúcida de entender el presente de nuestras islas para construir, activa y colectivamente, un futuro mejor.
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