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Aythami Ramos / Las Palmas de Gran Canaria
Jueves, 1 de enero 1970
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Hoy comienza la 15ª Semana de Cine Japonés de Las Palmas de Gran Canaria, que acoge la Casa de Colón hasta el 28 de julio, y que viene a saldar una vieja deuda de la Asociación de Cine Vértigo con el maestro Kenji Mizoguchi. La muestra que culminará con una conferencia a cargo de Luis Miranda, director del Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, propone un breve repaso por algunas de las obras más representativas de su última etapa. Aquéllas con las que se dio a conocer en Occidente y que le encumbrarían en el final de su vida como uno de los creadores más respetados de la cinematografía mundial.
Criado en la pobreza extrema, Mizoguchi practicó la pintura y el diseño gráfico antes de buscar fortuna en la industria del cine. Su entrada en los estudios Nikkatsu a principio de los años veinte le permitió integrarse en la primera generación de cineastas formados en el seno de aquella compañía «tradicionalista» –en comparación con el ideario moderno de su rival, la Shochiku de Yasujiro Ozu y Mikio Naruse– en la que encontró rápido acomodo a sus inquietudes personales y creativas.
Poco interesado en los dramas históricos, sus primeros trabajos representaban en su mayoría melodramas de influencia shimpa. La estructura narrativa por escenas, propia de esta forma teatral a medio camino entre el kabuki y el drama realista europeo, constituiría la base sobre la que el maestro formuló su particular concepto de mise-en-scène, perfilado por tomas de larga duración y elegantes movimientos de cámara.
Fue el curso de los tiempos y no su propio deseo el que le enfrentó a la tarea de dirigir por primera vez un jidai-geki o filme de época, asumiendo un encargo del gobierno Showa para promover los valores nacionales a través del cine. Paradójicamente, su trabajo al frente de Los cuarenta y siete ronin (1941) consolidó lo que el historiador Darrell Williams Davis ha venido a denominar como el estilo monumental: un lenguaje estético que floreció al abrigo del imperialismo, apropiándose de las formas tradicionales para definir la identidad de «lo japonés» frente al resto de expresiones foráneas.
La censura al género promovida por la Ocupación derivó en una rápida decadencia del jidai-geki a la que Mizoguchi se opuso de forma prodigiosa.
A partir del rodaje de Utamaro y sus cinco mujeres (1946), los relatos shimpa de su primera etapa fueron sustituidos por ricas estampas de época que ilustraban la vida japonesa en el período anterior al aperturismo Meiji. Aquella «monumentalización» de su estilo alumbraría un inesperado y glorioso renacer del jidai-geki que acabó siéndolo también de todo el cine japonés.
En efecto, en el verano de 1952, su versión de un relato medieval del maestro Saikaku se alzaría con el segundo premio internacional para Japón, apuntalando aquella puerta abierta al mundo que Akira Kurosawa había logrado erigir sobre la laguna Véneta tan sólo un año antes.
Vida de Oharu (1952) marcó el inicio de la etapa más exitosa del realizador, reverenciada por el cahierismo y coronada por dos Leones de Plata y una Palma de Oro. Para entonces Mizoguchi se había convertido ya en todo un monumento vivo del cine.
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