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Ni se sabe las tapas de vueltas que El Virula ha servido detrás de esta curiosa barra en forma de U. Era uno de sus platos estrella, junto al conejo que preparaba su mujer, María Inmaculada Hernández, la cocinera, la otra mitad del cafetín, y las copas de vino servidos de un barril. Aquí, en su local de la calle Alcalde de Móstoles, llevaba 18 años, pero donde empezó, en 1991, fue en otra casa de la misma vía, en el local que desde 1948 albergó el Bar Kiko.
Lo ha puesto en venta. «Me llega la jubilación y quiero pasar página, es hora de irse», afirma con cierta pena. Pero su idea es que el negocio se mantenga. Es más, hay dos interesados en comprarlo y él se ofrece a enseñarles, pero será difícil que conserven el carisma del Virula, apodo que heredó de su tatarabuelo porque traía del muelle, en carros tirados por mulas, las virutas para empaquetar el tomate; ni ese toque de tipismo que le han llevado a figurar en la Carta Etnográfica de Gran Canaria. Para empezar, se llevará sus 140 relojes. Al menos 76 son de campana y no dejan hueco libre en las paredes del local. Otros, los de mano, decoran un barril que hace las funciones de mesa o los guarda en cajas de puros.
Al principio a su mujer no le gustó la idea del bar «y ahora es ella la que no quiere dejarlo». Y se explica. «Nos cuesta porque hemos formado una familia, tenemos clientes fijos de hace 20 años que me vienen todas las semanas». Pero ya tiene claro en qué va a emplear su tiempo, al sueño de su vida. Su gran pasión es el coleccionismo. Guarda más de 5.000 objetos. Se pasó años ofreciendo ese valioso patrimonio al Ayuntamiento si le cedía un local. «No me hicieron ni caso, pero un particular, Pepe Dávila, me ha cedido una nave en Las Rubiesas». El Virula cambia de tercio, pero su cafetín ya tiene un hueco en la memoria de Telde.
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