«Que no nos quiten la poca dignidad que nos queda»
La otra cara del sur. Una decena de personas vive bajo tarajales. San Bartolomé quiere incluirlos en el sistema de ayudas sociales. Ellos piden soluciones reales
Contradicciones del primer mundo. Justo detrás del hotel más caro de la isla, una decena de personas vive bajo unos tarajales, en tiendas de campaña cercadas y disimuladas con hojas de palma. Sus casas son árboles, y su barrio, un palmeral junto a la Charca de Maspalomas. Para Loli Lourido, Otto Bomberg, Martin o Franchesco Marinani es lo más digno que han encontrado para sobrellevar una realidad que, aclaran, no han elegido: la de dormir en la calle. Pero el Ayuntamiento sostiene que no es esa la solución, que no es digno que vivan bajo un árbol. Por eso, apuntan, quieren que entren en el sistema de ayudas sociales. «Hay recursos para garantizarles sus derechos», apunta el edil de Seguridad, Samuel Henríquez.
Este miércoles les visitaron un grupo de policías locales. Les comunicaron que allí no podían seguir y que el Ayuntamiento les prestará asistencia social para que no se queden sin nada. Según Henríquez, cuatro de los que allí residían accedieron a marcharse, por lo que este jueves un dispositivo de operarios de limpieza retiró lo que quedaba del lugar que se habían habilitado para vivir. Al resto les dieron una semana de margen. Pero María Dolores Lourido, más conocida por Loli, que recalca que el agente que habló con ella «fue muy educado y generoso», no se fía de esta alternativa. «¿Que me expliquen qué daño hacemos aquí? Si lo que van a hacer es tirarnos de la calle para devolvernos a la calle, mejor que nos dejen en paz», se queja con amargura. «Que no nos quiten, por favor, la poca dignidad que nos queda», sostiene mientras muestra el espacio que le sirve de vivienda. Duerme en una tienda de campaña junto a su perrita Pétalo, se puso un baño químico y se ducha como en tiempos de su abuela, ayudada por un balde. Así lleva un mes y cuatro días. El pasado 10 de marzo fue desahuciada por orden judicial de una casa llena de goteras en la que vivía en El Tablero.
Henríquez informa de que en el Ayuntamiento se ha puesto en marcha un trabajo en red, en el que van de la mano las áreas de Seguridad y Servicios Sociales, para garantizarles una salida a estas personas. Para los casos que sea preciso se activará también al centro de salud. «Queremos contar con un censo real de los ciudadanos que viven en la calle para prestarles una asistencia ajustada a sus necesidades», apunta. Entre los recursos que se pondrán a su disposición, indicó, figuran una ayuda habitacional, que les abona mínimo un mes en una pensión. Y se les derivará a los recursos con los que cuenta el municipio, entre los que está el comedor social Caipsho, de Cáritas, que les garantiza desayuno y almuerzo, y servicio de ducha y de lavandería.
A Loli no le convence. No se cree nada. Lleva tres meses esperando a que le reciba la alcaldesa. Pide soluciones reales. Si no, prefiere seguir donde está. «Y eso que esto es jodido, ¿eh?, no te creas que es fácil». Parece una mujer fuerte, pero hizo un alto y se le humedecieron los ojos. A sus 53 años la covid la cogió por banda. Simultaneaba dos trabajos, en una panadería de El Tablero y en una cafetería de Playa del Inglés, pero llegó la pandemia y acabó en el paro. «Apenas 400 y pico euros», matiza de entrada. Luego, para colmo, vino el desahucio. Se cogió lo poco que pudo salvar, una nevera pequeña recién comprada y una televisión y se las trajo al palmera. Allí las tiene. Casi como adorno.
Ironías de la vida. Loli ahora comparte vecindad con Otto o con Martin, a los que hace nada ella misma ayudaba. Les traía comida. Por eso sabía de este lugar y aquí acabó. Forma parte de esas otras víctimas que ha dejado la covid, como Franchesco, un joven italiano que tuvo coche, casa, trabajo y mujer y ahora no tiene nada. Bueno, sí, tiene a una niña de 10 años en Italia a la que ansía volver a ver (hace 4 que no la tiene cerca) y esta pequeña casa que se montó bajo otro tarajal hace apenas tres meses.
Era cocinero y le iba bien, pero de repente todo se fue al traste. Se quedó sin nada. Ahora se saca algún dinerillo arreglando algún jardín, pero no le da para pagarse un alquiler. Lo último que apañó le dio para mandárselo a su hija. Eso le hace feliz. Quiso arreglarse el ingreso mínimo vital y dice que solo le pusieron trabas. «No entiendo nada», repetía ayer una y otra vez, molesto con la actitud del Ayuntamiento. No le gustó que les mandaran a un batallón de operarios y de policías. «Como si fuéramos delincuentes, cuando nosotros no molestamos, si hasta tenemos este parque limpio».
«Pero si no se nos ve, hay que fijarse para saber que estamos aquí», añade Loli. Saben que viven en un espacio protegido y dice que lo tienen en cuenta. Martin, un rumano artesano que se gana la vida pintando maravillas en piedras, se preocupa incluso de reciclar. Lleva poco más de un año en este palmeral, frente por frente a Otto Bomberg, el alemán que deleita a los paseantes de Meloneras haciendo de estatua humana bajo la pinta de Neptuno. Es la fachada de su vida que ve el turista, la de la brillantina y la ilusión. De esta otra no se entera. Es la otra cara del sur, la de un hombre enfermo que hace 8 años que duerme bajo un árbol.